Pero no era aquel golpe de agua, con cortejo de relámpagos y truenos, lo único reservado por la entraña de la nube para vomitarlo sobre la campiña. Cuando, inciertos, vacilantes en aquel avance penoso contra los elementos airados, llegaron a dar vista a sus campos lo pobres labriegos, con el párroco al frente, una luz súbita cegó sus ojos y un estruendo simultáneo y horrible paralizó sus piernas. ¡Allá va!.... Prendió la chispa en los aires al roce brutal de los dos fluídos que se amagaban, y el látigo de fuego, tendiéndose sobre el dorso de la nube, hendió el espacio con un chasquido gigante. Las mujeres todas, los chiquillos, hasta los hombres, retrocedieron con espanto, lanzando a un tiempo suplicantes exclamaciones con temblorosa voz. Tras la caída del rayo, durante algunos breves momentos, arreció la lluvia, a la que siguió después un silencio más imponente aún. Aquel leve respiro de la implacable tempestad fué aprovechado para conjurarla; mas pronto el fulgor del rayo volvió a incendiar el ambiente, y el estampido de cada descarga vino a turbar el acto litúrgico, aumentando el terror de la gente campesina, que saludaba la aparición de uno y otro relámpago santiguándose con nerviosa rapidez.
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