"Canales-La Magdalena" Un solo pueblo

Elambiente sofocaba. Aquel emperezamiento, la asfixiante pesadez de aquella siesta de invencible
Foto enviada por Coral



Elambiente sofocaba. Aquel emperezamiento, la asfixiante pesadez de aquella siesta de invencible modorra, parecía hundir a todos en un letargo sin fin, que acentuaban los vapores de la comida, el calor de las respiraciónes, los efectos de tanto beber, el humo de los cigarros. Fuera de allí, el sol cayendo a plomo, el pueblo semejando una inmensa hoguera; más lejos, junto al río sediento, los árboles estáticos, mudos; la neblina levantándose sobre los remotos arroyos, enturbiando los lejanos horizontes, ... (ver texto completo)
Por la Enrejada ventana del corral, donde a los mozos atraía el deseo de ver en el interior de la habitación, y que ellas apresurábanse a cerrar entonces, pero que tuvieron al fin que dejar entreabierta, porque el calor las ahogaba, se la veía a todas despechugadas, semidesnudas, a la vista los carnosos brazos y el arranque de las abultadas pomas, mostrando en la tibia y voluptosa semioscuridad la carne satinada de los cuellos, de inesperada blancura, bajo los rostros morenos, de recio color. Entre risas apagadas, con el mirar encendido, agitábanse lentamente, como movidas por un tibio y desigual arrullo de sus pechos, de sus caderas de firme curva, en tanto que brotaba de aquellos cuerpos el fuerte olor de la carne sana, exenta de artificios y rezumando sensualidad bravía.

Cambiaron los mozos una mirada, y al punto se entendieron. Dirigiéndose algunos a la puerta del despacho con el fin de parlamentar. Ya podían ellas abrir. Preguntaron otros quien iba a entrar en la habitación. No contestó nadie. Abrieron las mozas con infinitas precauciones, y, apenas penetró en el cuarto un rayo de claridad, se vió José María lanzado dentro. ... (ver texto completo)
Elambiente sofocaba. Aquel emperezamiento, la asfixiante pesadez de aquella siesta de invencible modorra, parecía hundir a todos en un letargo sin fin, que acentuaban los vapores de la comida, el calor de las respiraciónes, los efectos de tanto beber, el humo de los cigarros. Fuera de allí, el sol cayendo a plomo, el pueblo semejando una inmensa hoguera; más lejos, junto al río sediento, los árboles estáticos, mudos; la neblina levantándose sobre los remotos arroyos, enturbiando los lejanos horizontes, apenas acusados por tímidas lomas inundadas de luz.
Cuando los mozos quisieron jugar a los bolos un rato, con idea de ir templando los remos para loa hora de los aluches, y, desafiando a la tarde cálida, intentaron salir a la calle, encontráronse con que allí no parecían gorras ni sombreros. Era la costumbre, la broma de siempre, que se repetía un año y otro. Mozo forastero había a quien le escondían el caballo durante tres días seguidos para que no pudiese volver a su casa. Esto era una gala para el mozo. Y aquellas diabluras siempre procedían del mismo origen: de las mozas. Así es que allá se fueron ellos, y también José María, al despacho del tío Senén, donde las muchachas se habían reunido, cerrando por dentro.
Estremecióse la puerta con el rudo empellón. ¿Que querían aquellos brutos, las prendas desaparecidas? Pues ya sabían el modo de rescatarlas. Sólo uno de ellos tenía drecho a entrar y cogerlas, si eso le era tan fácil. Y aunqye los mozos insistieron, entre risas y amenazas, las jóvenes lugareñas mantiviérenso inflexibles. ... (ver texto completo)