continuación
Nos pusimos en camino cargados con la “merienda” y todo lo necesario para cocinar “in sutu” todo aquello que cayera en nuestras manos. Las trébedes para la lumbre, la sartén y una gran cacerola para hervir los cangrejos.
El día se presentaba esplendido, había que darse prisa antes de que “apretara” el sol.
Después de una buena caminata hasta el Epinadal nos instalamos en una chopera a orillas del río.
Rápidamente se repartieron las tareas — ¡Los pequeños, a recoger leña para el fuego!—Miré con envidia a los mayores que se dirigían al río y me prometí a mi misma que ese día yo también iba a pescar.
Más tarde y después de alguna regañina por mi falta de colaboración — ¡te entretienes con cualquier bicho!—me dejaron en libertad.
Caminé hacia el río decidida a enfrentarme con aquel otro “bicho” que sin saber por qué (luego lo supe) me daba tanto miedo.
Cambié mi calzado por unas alpargatas viejas, las adecuadas para no resbalar en las piedras y me metí en el agua. Permanecí muy quieta mirando el fondo pedregoso del río. De pronto una sombra verdosa se desplazó rápidamente de una piedra a otra muy cerca de mis pies. Levanté la piedra con cuidado y ¡allí estaba!, grande y hermoso con unas enormes pinzas, Recordé lo ricas que estaban en el plato y sin pensarlo dos veces metí mi mano en el agua y le agarré fuertemente. De pronto sentí un dolor agudo en la mano y dando un grito solté la presa, pero el dolor seguía allí. Gritando histérica sacudí la mono repetidamente y perdiendo pie caí al agua. El dolor cambió de sitio asentándose en mis posadera y el culpable desapareció rápidamente debajo de unas grandes piedra.
Los chicos acudieron corriendo pensando que una culebra era la causante de tanto alboroto, cuando le dije llorando que un cangrejo me había mordido soltaron la carcajada. —Eres una niña llorona, —me dijeron, —los cangrejos no muerden, pellizcan— y se fueron a continuar pescando no sin antes dedicarme una mirada despreciativa.
Sentada en medio del río, humillada y dolorida decidí que un día aprendería a atrapar aquellos malditos bichos.
Empieza a atardecer, mis recuerdos se diluyen, fijo de nuevo mi atención en el río, nubes de mosquitos comienzan a poblar su superficie. La brisa ha cesado y en los árboles no se mueve ni una hoja. Pienso que ha llegado el momento de pescar con mosca como bien saben los buenos pescadores.
Miro por última vez la superficie plateada de nuestro querido río Luna y ya no veo aquella niña que fui, me levanto con pereza y emprendo el regreso a casa, mi presente me reclama.
Vuelvo a sonreír pensando que a pesar de todo, nunca aprendí a pescar cangrejos.
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