Reunidos nuevamente los feligreses todos, y cerciorados por completo de la verdad de su ruina, sin vacilar un instante, todos a una, dirigiéndose a la casa del párroco con el firme propósito de hacerle ver cómo quedaran las tierras labrantías al ser apedreadas por la nube. Que se enterara del enorme daño ocasionado por su ineptitud o por su mala fe, que todo podía sospecharse. El cura se encontraba en la iglesia entonces, y, apenas hubo terminado la misa, casi a viva fuerza fué sacado de allí, sin ... (ver texto completo)
La mañana tan triste, el aire todavía húmedo, el cielo encapotado aún, como si las nubes, al elevarse perezosamente, se alejaran gozándose en su obra destructora, todo parecía infundir honda pena. Tierras adelante, continuó la forzosa peregrinación del cura. Llevábalo a reolque aquella gente, que ya no rugía como antes en continuos denuestos. A ratos imperaba en aquel séquito doloroso un mutismo de aparente tranquilidad; pero, al llegar a cada finca, prorrumpía su dueño, en unión de sus hijos, de su familia entera, las mujeres sobre todo, en las más amargas lamentaciones. Y así al aproximarse a otra tierra, y a la otra, y a la siguiente. El infeliz cura guardaba obstinado silencio; hallábase a punto de caer desvanecido. Y a cada heredad que iban visitando, el respectivo amo y señor de aquellas fincas reproducía las imprecaciones, cuyo tenor llevaba sus deudos entre lloros y gemidos, mientras los no interesados en aquel destrozo seguían su marcha detrás, con mayor lentitud, estrujando el casi desmayado cuerpo del sacerdote, en temor de que se escapara. El pueblo entero estaba apiñado allí y semejaba un mosntruo enorme de mil bocas que alternativamente lanzaran fieros rugidos, con intervalos de un silencio aún más penoso. Y cuando el párroco se veía frente a aquellas tierras, semejantes ayer a un tranquilo mar verde que amarilleaba a las caricias del veinto, a cuyo compás ondulaban los trigos en cambiantes de esmeralda y oro, y contemplaba la campiña, ahora convertida en triste paraje de donde la vida huyera espantada, y sus frutos muertos en flor, llegaba a imaginarse que, efectivamente, él debía ser el autor de aquel inmenso estrago, y hasta se preguntaba a sí mismo: << ¿Pero de veras he hecho yo todo esto?>>. Y todos sus feligreses, todos los damnificados por la tormenta, pretendían llevarse al cura consigo para hacer ante él un inventario más de su infortunio; todos quisieron arrastrarlo a sus heredades, olvidándose de sensatas advertenciasa y maltratando aquel joven cuerpo con sus garras encallecidas, hasta que el infeliz párroco cayó al impulso del bárbaro empellón de aquella multitud. No podía más; era demasiado. -<< ¡Basta! ¡Ya basta!>> -Y a duras penas consiguió, al fin, desprenderse de las garras vengadoras que física y moralmente habían agotado las escasas energías del pobre cura. ... (ver texto completo)