Efrén arrastró al chico unos metros, delante de nosotros. El chico se revolvía desesperado he intentaba morderle las piernas, pero Efrén levantó su puño enorme y rojizo, y empezó a golpearle la cara, la cabeza y la espalda. Una y otra vez, el puño de Efrén, caía, con un ruido opaco. El sol brillaba de un modo espeso y grande, sobre la hierva y la tierra. Había un gran silencio. Sólo oíamos el jadeo del chico, los golpes de Efrén y el fragor del río,
dulce y fresco, indiferente a nustras espaldas. El canto de las cigarras parecía haberse detenido. Como todas las voces.