Por eso extraño el rugido del mar, por más que miro por esta ventana, apenas puedo distinguir un breve espacio de rio color marrón. Pareciera que cada tarde que paso sentada frente a la ventana de mi cuarto el río está más lejos y mi añoranza más cerca. ¿Moriré pronto? Ya no puedo mantenerme despierta todo el día y en esa duermevela vuelvo a verme joven, fuerte.
Yo tenía el don del canto, aunque creo que todavía no lo he perdido del todo, y en la iglesia de
Santa María de las Arenas era la favorita del cura para
cantar en las misas. ¡Cuánto disfrutaba ensayando al lado del buen cura que tocaba el órgano como los dioses! Ahora, cuando me acuesto, antes de dormirme, todavía siento el perfume de las retamas que cortaba entonces, para adornar el altar.
Siempre tuve predilección por las bodas y los bautizos. Soñaba y sacaba cuentas cómo sería mi propia boda y cuántos hijos le llevaría al cura para que los bautice. Fisterra – fin de tierra – es el punto final del camino Jacobeo, pero yo estaba dispuesta a desafiar al mismísimo Apóstol y que Fisterra fuese el punto de partida de mi propio camino.
Ahora oigo el rugir de motores y veo pasar los aviones en vuelo rasante, tanto que desde mi ventana me parece que puedo contar cuántos soldados lleva y si están listos para pelear. ¿Sabrán ellos cuál es la causa por la que arrojan bombas y disparan fusiles? No creo.
Este ruido ensordecedor no me sirve más que para recordar la
Guerra Civil que, como un tajo, dividió a
España. Aunque mi pueblo estaba donde se acaba la tierra y comienza el mar se oían los lamentos y se olía la pólvora. Mis hermanos fueron llamados a filas y yo quedé con las
mujeres de la
familia. ¿Cómo olvidar esos tristes días? Ya no hubo más cantos, ni siquiera en la iglesia.