3.- parte
La noche que lloraron los
mineros
La acogida y solidaridad de la gente de más allá del puerto del Manzanal fue una sorpresa y un balón de oxígeno contínuo para los mineros. Todos recuerdan el «apoteósico» recibimiento de la ciudad de
Valladolid: «Entraron de noche, con las lámparas encendidas. Allí lloraron todos los mineros. Todos de rodillas y Manuel allí delante tocando el
Santa Bárbara», detalla Marí Luz Cadenas, la esposa del acordeonista. El calor del pueblo vallisoletano les hizo olvidar el mal trago de la tarde, cuando les negaron atajar el camino atravesando el aeropuerto de Villanubla. Tuvieron que rodearlo.. «El único sitio donde receleban fue en Majadahonda: les decían a los niños que no se acercaran», apunta José Luis Huertas.
La logística de la marcha se ocupaba de abrir camino y pedir ayuda a los
ayuntamientos para que prestaran los polideportivos y pabellones para que se ducharan y pernoctaran. La respuesta fue tan generosa que nunca se llegaron a montar las tiendas de campaña que cargaron en Villablino.
Los mineros de Laciana hicieron muchos calechos en Castilla. De Medina del Campo guardan el buen sabor de la gigantesca paella que les prepararon para el recibimiento. La marcha arrancó con 5 millones de pesetas adelantados por las organizaciones sindicales pero recibió tal avalancha de donaciones que en Benavente se decidió prescindir de este dinero.
Javier Rubio no puede olvidar los afanes del cura de Fabero, Máximo Álvarez. «En Torre del Bierzo se acercó y nos entregó 1.800.000 pesetas que había recogido en su zona», apunta. Hasta los más pobres daban lo poco que tenía. «Una
mujer me hizo llorar al darme las monedas que llevaba en un pañuelo: ‘Es todo lo que tengo’, me dijo», recuerda Eliseo Iglesias.
José Luis García Gurdiel asegura que hubo un ingreso anónimo de medio millón de pesetas. Los
políticos se apuntaban a la marcha. El alcalde de La Bañeza quiso regalar chándal a los mineros, pero la organización lo rechazó, cosa que no gustó a algunos marchistas. Aceptaron que el alcalde de Astorga, Perandones, les invitara a desayunar.
Se vendieron muchos bonos de ayuda. Rafael Iglesias, de la Asociación de Vigilantes, llevó las cuentas. «En total se gastaron 42 millones de pesetas, de los cuales una importante cantidad fue para pagar a los 90 autobuses que se desplazaron a
Madrid el último día de la marcha», aclara.
Los industriales de Laciana se volcaron con los mineros: «Su supervivencia era la nuestra», apunta Maribí, ex propietaria de la cafetería Caramba. Todo el mundo recuerda a Jose el carnicero y a Genaro el del Caramba con sus furgonetas. Lo mismo hacían de aguadores que cargaban las mochilas y los sacos de los mineros peregrinos. Modesto, Baldomero y el cura de Villaseca, don Eustaquio, Don OVIDIO y don Jesús, se sumaron al equipo sanitario para curar heridas.
La labor de la Cruz Roja fue muy alabada. Para el voluntariado no había clases: «Los vigilantes llevaban un masajusta para ellos solos y a nosotros nos atendían las chicas de la Cruz Roja», recalca Huertas.
La imagen de los mineros dio un giro de 180 grados. Dejaron de ser «demonios con rabo» para convertirse en
trabajadores que reivindicaban sus derechos con dignidad. «No te preocupes, verás cómo se soluciona y sacas tus hijos adelante», le decía un agricultor a un
minero en Arévalo mientras le pasaba la mano por la espalda en un abrazo espontáneo.
Cerca de Valladolid, escucharon por la radio la
noticia de la muerte de Antonio Molina. A muchos les caían las lágrimas al son de la famosa
canción «Soy minero». La viuda del cantante salió a recibirles cerca de Madrid.
Todos querían que la marcha pasara por su pueblo, como si fuera la vuelta ciclista y cuentan que al alcalde de
León, Juan Morano, «no le gustó nada» que la capital quedara al margen. Aún así mandó alguna ayuda. El presidente de la Junta se acercó a los mineros antes de su llegada a Valladolid, cerca de Simancas. El presidente de la Junta mandó parar el coche oficial y trató de
hablar con los mineros. «Estaban realmente enfadados», rememora. No le hicieron mucho caso. Lucas afirma que la gesta de los lacianiegos «sirvió para hacer ver a toda la sociedad
española que la
minería tenía problemas y que había que buscar soluciones».
En Castronuño, al que llamaban el último reducto
comunista de Castilla, les invitaron a una bodega y, como si fueran estrellas, les pedían el casco con su firma y las camisetas, recuerda el músico. Otra noche que no había vino para la cena salieron por el pueblo en busca de una fonda: «Preguntamos a una mujer y nos invitó a entrar en su casa. Nos dio de todo y mientras cenábamos el marido llamó por teléfono a su hija a Gijón diciendo: «Tengo dos mineros en casa», como si fuéramos dioses. No nos cobró nada. Otros cabrones se aprovechaban del tema», relata Manuel, el acordeonista, que se quedaba afónico de tanto
cantar Santa Bárbara.
«Son héroes», dijo Marcelino Camacho, el histórico dirigente de Comisiones Obreras, quien a sus 74 años les acompañó en la última etapa. Ese día los helicópteros de la
Guardia Civil sobrevolaban de nuevo las cabezas de los mineros. Algunos alzaban la vista y los maldecían. Pero esta vez no les perseguían.
Las
mujeres de los mineros también velaron la marcha negra. Se turnaban para conducir los coches, aunque a medida que se adentraban en Castilla los intervalos de las visitas se hicieron más largos. El día del padre, 19 de marzo, fueron a visitar a los mineros a la localidad abulense en autocares fletados por la organización. «Fue muy emotivo. Llevé a mi hija, Laura, que tenía cuatro años. El niño era muy pequeño, tenía dos años», cuenta Rita. Fue un día memorable. Muchos echan la culpa a la parada de Arévalo del aumento de la natalidad que sucedió a la marcha minera.