Don Luis echó en cara a los tercos labriegos su exaltada credulidad, aquella peligrosa desviación de la fe, También él habría sufrido daños inmensos en sus haciendas, y, sin embargo, más que estas pérdidas materiales, le había causado una tristeza profunda la visión del triste cortejo formado por el vecindario en derredor del pastor espiritual, que caminaba, a despecho de sus convicciones, por las sendas de un fanatismo cuyo punto de mira era tan sólo un mezquino interés. Era aquél el pueblo judío, el mismo pueblo judío, pero crucificando a su propio reconocido Dios en la persona de su representante. Eran los de siempre, los de la fe sin abnegaciones; los que prefieren la muerte de un ser querido a la pérdida de la cosecha; los que en todo consienten menos en perder dinero. Y cuando a tales consideraciones respondían de un modo invariable los testarudos campesinos, acusando rabiosamente a quien culpaban, más que de a mengua de su fe, de la ruina de sus campos, antes al abrigo de la desgracia, indignábase ya seriamente don Luis de ver cómo aquella interesada superstición labriega no estimaba que son cosas muy distintas impetrar la protección del Cielo y extremar la fe después hasta el límite de referir a las potencias celestiales la culpable causa de un daño que infructuosamente pretendieron evitar humanas súplicas. Indignábase, si, y todavía, antes que aquellos seres naturalmente supersticiosos fanáticos, irredentos, empezaran a desfilar cabizbajos, rehuyendo las palabras de acerbo reproche de don Luis, éste hubo de manifestarles cómo, más aún que a las nubes del cielo y al arrastre de cadenas que las anuncia, debían temer a las cadenas de la esclavitud, forjadas para el entendimiento por una fe egosista que tenía amarrado el espíritu a la roca de su ignorancia, y a esa otra nube que así empañaba los ojos de su razón.