Como compensación, a esa altura del recorrido el retraso inicial se había reducido considerablemente, y al llegar a la zona peatonal de la calle, ya era nulo y la llegada a la Iglesia de
San Andrés se hacía con un adelanto considerable sobre el horario previsto.
Claro que a esa altura ya habían sido descabalgados todos los Reyes, el que menos dos veces. Y ¡con qué voluntad y vocación continuaban! ¡Qué sentido del deber en aquel doloroso Vía Crucis en época de
Navidad!
A todo esto la desorganización era total. A los pajes no les quedaba resuello siguiendo a las cabalgaduras, por lo que al menos un tercio había renunciado ya a la persecución.
Eleazar, había reducido la velocidad a la vista de que la multitud de espectadores no respetaba los pasos a nivel, quedando muy rezagado. Hasta los guanacos tenían la boca seca de la carrera y ya ni eran capaces de escupir, lo que era muy de agradecer.
Y a las puertas de San Andrés, se produjo la enésima caída del Rey Melchor. Y mientras otros sujetaban el camello y la gente se disponía a ayudarle a levantarse, el
hombre que lleva dentro todo
Rey Mago, se rebeló.
Y medio a gatas, con su túnica a media asta, molidas sus rodillas, su oreja izquierda asomando por la boca de la barba postiza y su oreja derecha sirviendo de soporte a la corona, sujetándose en el suelo con la mano izquierda, levantó la derecha despellejada y de su boca salieron aquellas siete terribles palabras, que sorprendieron a la multitud, la dejaron perpleja y asombrada:
- ¡Estoy hasta los cojones de los camellos!
Y la multitud no solo quedó perpleja y asombrada, sino también muda por un instante. Un silencio sobrecogedor se hizo por unas décimas de segundo. Décimas que el camello aprovechó para largar un bocado al trasero de un espectador que, inclinado hacia delante, trataba de auxiliar al “Rey de la triste figura” - ¿triste o lastimosa?- apuntando con sus glúteos en dirección oeste, donde se situaba la cabeza de aquella bestia despiadada, que sin ninguna consideración seguía mordiendo y coceando.
- ¡Ahhh!, ¡el muy cabrón me ha mordido!- fueron las otras siete palabras que rompieron el instante de silencio mágico, el conjuro cósmico.
Lo siguiente pasó a ser de ópera bufa. El camello trataba de huir, el Rey Mago de recomponer su figura, cuidadores, municipales y voluntarios de detener al camello, y los espectadores trataban de no morir de risa.
El concejal encargado de la cabalgata pensaba que los camellos habían sido sobornados por la oposición, y hasta el Jefe de la Policía Municipal estuvo tentado de sacar su arma reglamentaria y acabar con aquel peligro público que era el camello del Rey Melchor.
El Rey Mago estuvo tentado de abandonar, pero tras un instante de vacilación, recompuso sus ropas, colocó su barba y su corona y cojeando, resignado ante el suplicio que aquello suponía, se dirigió al camello y ayudado por la gente volvió a su accidentado cabalgar.
Puedo asegurar que en aquel momento sentí el mayor respeto hacia aquel hombre de maltrecha figura, que a pesar de los pesares, quiso seguir llevando la ilusión a los niños que aún esperaban ver a los
Reyes Magos más adelante, en el recorrido previsto.