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.... Entre barquinazos, silbidos y trotecitos llegaron al portón de entrada, mientras repasaba mentalmente cómo se presentaría ante la familia que le había abierto las puertas de su casa. Los cinco niños Villamayor rodearon el carro y, en respetuoso silencio, escoltaron al recién llegado hasta el lugar donde esperaba Estanislao con sus ropas de domingo. Manuela, la esposa, salió de la cocina secándose las manos en el delantal. Su sonrisa maternal fue la mejor bienvenida.
Enseguida le mostraron su cuarto y le hablaron de sus costumbres. Lo llevaron a la pequeña habitación que haría las veces de aula. Estaba recostada sobre la pared de piedra de la cocina y la había levantado el dueño de casa con la ayuda de sus hijos mayores. Tenía un ventanal hacia el poniente para asegurarse buena luz y habían dispuesto dos filas de bancos largos. En medio de ellos había un tablón grueso apoyado sobre caballetes. Para el maestro habían dispuesto una pequeña mesa y una silla con el asiento de cuero repujado, recuerdo de la casa de los padres de Manuela.
Los niños Villamayor, principalmente los tres más pequeños, seguían su recorrida por la casa con admiración. Sus padres les habían hablado de lo importante que era que el maestro estuviese en su casa. Ellos apenas sabían hacer unas pocas cuentas y escribir su nombre con dificultad. Querían que sus hijos supieran leer, puesto que un libro les parecía una gran fuente de sabiduría y no un lujo al que sólo los más pudientes pudieran acceder.
Los alumnos fueron presentados. José Manuel, el mayor, de doce años; Federico, de diez; los mellizos Felipe y Santiago de ocho y el pequeño Marcos, de seis, al que apodaban “Piquín”: hablaba sin parar. Él fue el encargado de las presentaciones y no bien averiguó cómo se llamaba el maestro, lo alabó diciendo cuánto le gustaba el nombre Ramiro.
La valija del recién llegado, además de sus pertenencias para pasar los tres meses que indicaba su contrato, traía lápices, reglas, cuadernos, regletas para hacer cálculos, pizarras, algunos libros, un diccionario. En fin, cosas casi desconocidas para los niños que, estaba seguro, atraparían su atención.
A la mañana siguiente, después del desayuno, llegaron los otros alumnos. Un niño de siete años, Francisco, y su hermana de once, María Clara. Cuando estuvieron todos reunidos se dirigieron al aula. No tenían bandera y la niña llevó el pedido a su madre para que confeccionara una. Ese primer día transcurrió sin sobresaltos, todos estaban ansiosos por aprender rápido. Se asistía tres horas por la mañana y tres horas por la tarde. Antes de que el sol se pusiera, los mayores se retiraban un rato para acompañar a los padres a reunir los animales y llevarlos al corral, o si la madre necesitaba que le trajesen un leño para la cocina, lo buscaban y volvían al rato.