La de noches que me quedé sin dormir después de ver...

¡Hola chic@s! Antes de hacer la parada de la comida para esperar la tarde con más entereza, ejem, ejem.... La tarde es más llevadera con la tripa llena.

Entro para dejaros el pregón que la redactora, del Diraio de León, Pilar Infiesta escribió para el calecho celebrado el pasado 15 de agosto, que publico aquí con expresa autorización suya que me ha dado tras solicitársela mediante una llamada telefónica que la hice esta mañana.

Como es un texto largo; tan largo, como auténtico, entrañable y rico en matices, lo voy a publicar en varios mensajes.

Pilar te damos las gracias y te mandamos un beso por medio de estas líneas.

PREGÓN

Muy buenas tardes a todos y muchísimas gracias, de corazón, por haberme pedido que colabore en la difusión de este entrañable Calecho.
La verdad es que la llamada de José Ángel me pilló totalmente por sorpresa, porque pensé, ¡pero si yo no soy nadie!, aunque a renglón seguido se me iluminó la cara y no pude parar de sonreir durante toda la semana. ¿Qué ilusión me hizo, oye!
Así que desde el telefonazo del mes de julio, o habría ya que decir desde el movilazo, no me han parado de venir pequeños “calechos” a la cabeza, que no son otros que los recuerdos de toda una vida ligada a Cabales.
Y no os engaño si os confieso que aquí me lo he pasado BOMBA. Sobre todo, he tenido la gran suerte de pertenecer a una familia cariñosa y, además, de formar parte de una pandilla con una imaginación inagotable, un ingenio agudo y unas ganas de juerga… TREMENDAS…

En este punto, mi compañero del Diario de León, Pedro Trapiello, que debe haber recorrido los 1.200 pueblos leoneses dando pregones, o casi, me recomendaba para ser amena que contara ciertos chistes, que por supuesto tengo apuntados, pero que son un tanto “picantes”, y claro, él, con ese vozarrón y esa barba daría a los chistes otra gracia que no tendrían en mi boca. Así que yo seré más comedida y desgranaré sencillamente mis vivencias.
Creo que he recorrido y disfrutado de todo el mapa al Norte, Sur, Este y Oeste del pueblo. Mi mayor deseo desde pequeña era venir a Canales, aunque hiciera un frío monumental que mi madre amortiguaba haciendo chisporrotear la chimenea. Era tal mi conexión con el pueblo, que durante años mi truco para dormirme era intentar encajar los muebles de nuestra casa de León en la de Canales porque inesperadamente la fortuna nos obligaba a vivir aquí.
Nunca conseguí llegar al segundo piso porque me vencía el sueño… pero lo intentaba cada noche, os lo aseguro.

Me gustaba y me sigue encantando el olor a seco, el paisaje y los cielos, tan limpios, tan intensos y tan completos por la noche que parecen lienzos de astronomía. Con calor, el pueblo es otro. Muchos recordaréis las dos playas sagradas a las que acudíamos, Vegafondera y la Charquina de Turcio. Hay que reconocer que en vez de arena nos ofrecían lodo, pero quizás, por eso, los de mi generación tenemos la piel tan tersa y joven… En seguida su agua se enturbiaba, pero yo no las cambiaba por otras del Caribe.
El río, la aventura de aprovechar las corrientes a lomos de una rueda de camión y de dejarse picar por los mosquitos de El Espinadal son pasiones que marcan.
Desde luego tengo que agradecer a Pili la del Barbero, a Aurora y a Ana Jesús que tuvieran ese par de años más que Isabel, Charito, Eloína, Marta, Eva, Raquel, Susana y yo y nos llevaran “tuteladas” a bañarnos.

También con los primeros rayos se levantaba el ruiseñor de Valdoreo, aquella moza del País Vasco que para no perder tiempo, desde las ocho de la mañana, se ponía a chillar a pleno pulmón canciones de Joselito… ¡Pena de Operación Triunfo!
Si las primeras excursiones, como imagináis, fueron a pie, la irrupción de la bicicleta constituyó todo un acontecimiento en las andanzas de la cuadrilla. La bici nos abrió otra perspectiva, era rápida para ir a buscar el pan a La Magdalena o para recoger la leche cada noche en casa de Manolín y Lourdes.
Nos permitía, además, emular a los de verano azul, mientras íbamos al río y he de reconocer que uno de los episodios más divertidos sobre dos ruedas que he vivido me sucedió junto a Susana, que la veo por ahí escondiéndose. Tranquila, que hay secretos que se irán con migo a la tumba…

El caso es que se nos ocurrió pedalear hasta Riello, ahí es nada, con 10 años. Claro que ella, la pobre, con 9, todavía llevaba una mini-bicicleta que funcionaba a la perfección, pero medía tres cuartas. De modo que aquella chiquilla, de piernas largas para tan corto vehículo parecía un correcaminos. La escena era algo así, mientras Isabel y Chari, las de Moreno y Maxi, y yo dábamos una pedalada, ella daba catorce a toda máquina.
Fuimos riendo todo el camino y chillando cada vez que había cuesta, porque podréis suponer la velocidad que alcanzaba la mini-bicicleta en las cuestas abajo, sobro todo, en la de Soto y Amío.
¡Menos mal que Susana abrió a tope las piernas y no perdió el equilibrio, porque aquellos pedales daban vueltas solos como enloquecidos.
A partir de ese episodio, tengo entendido que pusieron una señal de prohibido circular a más de 50.

Después de la bici vino, por supuesto, la moto, y con ella Trascastro, Villaceid, Villayuste, Lago, Santiago de las Villas, Carrocera, Otero, Viñayo, el pantano…
Por entonces ya nos gustaban las fiestas de prao y entre esas verbenas y la curiosa discoteca de El Crucero conocimos a toda la juventud de la zona.
No se habían abierto los pubs de La Magdalena, lo que nos permitía buscar alternativas escalofriantes, como subir la cuesta del cementerio por la noche y morirnos de miedo (que es lo que queríamos) para salir disparados porque algún gamberrillo, como Arturo el de Peletre, Simón, que se fue para Extremadura, Javi el madrileño, Juan el de Fuello o Manolín se escondían para darnos un susto.

La afición por el terror corría ya por mis genes. La casa de mis antepasados, en el Reguerón, poseía su propio fantasma, rebautizado como Clodoveo por mis primos. Llegó a formar parte de la familia con sus crujidos porque cada vez que subías las escaleras de la parte antigua del caserón parecía que sus pisadas te acompañaban por detrás. Al parecer allí se había instalado en tiempos la Inquisición para arrancar confesiones. El fantasma también se hacía notar con súbitas sacudidas a las puertas y cuando estaba de mal humor, arrojando al suelo, de repente, algún cuadro.
Ese incremento de adrenalina también lo he sufrido en este mismo cine, cuando funcionaba con ciclos de películas de vampiros y escalofrío. Tenía yo ocho añitos.

La de noches que me quedé sin dormir después de ver Carrie aquí, en esta misma sala, en la quinta fila. Si es que me imaginaba que iba a salir una mano de mi cama, y así, quién se metía…
En realidad, no todo es tan morboso en la familia. Mis abuelos, y esta es una historia preciosa, se fueron a conocer en México. Él, Ángel, procedía de Irede y ella, Amparo, casi una santa a la que recuerdo siempre con una extrema dulzura, de Canales. Habían vivido a apenas 18 kilómetros de distancia, pero el destino quiso que se conocieran al otro lado del Atlántico. Mi abuelo se había marchado joven a trabajar, como tantos, para un magnate cervecero, Don Pablo Díez, y mi abuela viajó para acompañar a una prima. El flechazo debió ser instantáneo, guapos los dos y con un cierto glamour. Tuvieron 7 hijos y cuando regresaron a León huyendo del exceso de humedad que afectaba a mi abuelo, no se olvidaron de este rincón leonés, ya que eligieron como nombre de la pensión que fundaron en la calle Padre Isla, Pensión la Montaña.
Respuestas ya existentes para el anterior mensaje:
Siguiendo su estela, decenas de nacidos en Canales-La Magdalena emigraron a probar suerte en Argentina, México, Santo Domingo. Mis abuelos no poseían un ordenador para conocer casi en el acto el devenir de sus familiares y amigos en el extranjero, debían esperar con paciencia noticias a través de las cartas o algún viajero. Por eso, la grandeza de este Calecho que habéis impulsado desde el 2008 reside en la cercanía que puede establecer entre las gentes que llevan Canales-La Magdalena en el corazón, ... (ver texto completo)