Y mientras el fallido vigilante se iba espabilando, los presuntos vigilados se fueron atiborrando de cada una de las viandas que habían dispuesto para la cena.
Cuando a la altura del sexto plato -que hacía el número dos de entre los postres- don Heliodoro abrió un ojo y pudo entrever los cirios que con tan evidente propósito funeral le alumbraban, dio un respingo formidable y, haciendo más eses que Juan de Yciar, marchó como alma que lleva el diablo dando traspiés, cayendo aquí para levantarse allá y hasta en algunos momentos andando el camino a gatas.