Al día siguiente, cuando la hora de la siesta, Efrén...

CHICOS

Eran solo cinco o seis, pero así, en grupo, viniendo carretera adelante, se nos antojaban quince o veinte. Llegaban casi siempre a las horas achicharradas de la siesta, cuando el sol caía de plano contra el polvo y la grava desportillada de la carretera vieja, por donde ya no circulaban camiones ni carros, no vehículo alguno. Llegaban entre una nube de polvo, que levantaban sus pies, como la pezuña de los caballos. Los veíamos llegar, y el corazón nos latía deprisa. Alguien en boz baja decía: << ¡Que vienen los chicos....!>>. Por lo general, nos escondíamos para tirarles piedras o huíamos.

Porque nosotros temíamos a los chicos como al diablo. En realidad, eran una de las mil formas del diablo, a nuestro entender. Los chicos harapientos, malvados, con los ojos oscuros y brillantes como cabezas de alfiler negro. Los chicos descalzos y callosos, que tiraban piedras de largo alcance, con gran puntería, de golpe más seco y duro que las muestras. Los que hablaban un idioma entrecortado, desconocido, de palabras como pequeños latigazos, de risas como salpicaduras de barro. En casa nos tenían prohibido terminantemente entablar relación alguna con esos chicos. En realidad, nos tenían prohibido salir del prado, bajo ningún pretexto. (Aunque nada había tan retador, a nuestros ojos, como saltar el muro de piedras y bajar al río, que, al otro lado, huía verde y oro, entre los juncos y los chopos). Más allá, pasana la carrtera vieja, por donde llegaban casi siempre aquellos chicos distintos, prohíbidos.

Bueno..... Y ahora que tengo un ratín.... sigo con el cuento: LOS CHICOS.

Los chicos vivían en los alrededores del Destacamento Penal. Eran los hijos de los presos del Campo, que redimían sus penas en la obra del pantan. Entre sus madres y ellos habían cosntruido una extraña aldea de chabolas y cuevas, adosadas a las rocas, porque no se podían pagar el alojamiento en la aldea, donde, por otra parte, tampoco eran deseados. <<Gentuza, ladrones, asesinos....>>, decían las gentes del lugar. Nadie les hubiera alquilado una habitación. Y tenían que estar allí. Aquellas mujeres y aquellos niños seguían a sus presos, porque de esta manera vivían del jornal, que, por su trabajo, ganabam los penados.

Para nosotros, los chicos eran el terror. Nos insultaban, nos apedreaban, deshacían nuestros huertecillos de piedra y nuestros juguetes, si los pillaban sus manos. Nosotros los teníamos por seres de otra raza, mitad monos, mitad diablos. Sólo de verles nos venía un temblor grande, aunque quisiéramos disimularlo.

El hijo del administrador era un muchacho de unos trece años, alto y robusto, que estudiaba el bachillerato en la ciudad. Aquel verano vino a casa de vacaciones, y desde el primer día capitaneó nuestros juegos. Se llamaba Efrén y tenía unos puños rojizos, pesados como mazas, que imponían un gran respeto. Como era mucho mayor que nosotros, audaz y fanfarrón, le seguíamos a donde el quisiera.

Voy a aprovechar, un retao que tengo, para continuar con el cuento: LOS CHICOS

El primer día que aparecieron los chicos de las chabolas, en tropel, con su nube de polvo, Efrén se sorprendió de que echáranos a correr y saltáramos el muro en busca de refugio.
-Sois cobardes- nos dijo-. ¡Esos son pequeños!
No hubo forma de convencerle de que eran otra cosa: de que eran algo así como el espíritu del mal.
-Bobadas -dijo. Y sonrió de una manera torcida y particular que nos llenó de admiración.

Al día siguiente, cuando la hora de la siesta, Efrén se escondió entre los juncos del río. Nosotros esperábamos, ocultos detrás del muro, con el corazón en la garganta. Algo había en el aire que nos llenaba de pavor. (Recuerdo que yo mordía la cadenilla de la medalla y que sentía en el paladar un gusto de matal raramente frío. Y se oía como crujiente de las cigarras entre la hierba del prado). Echados en el suelo, el corazón nos golpeba contra la tierra.