Efrén nos miró.
-Vamos -dijo-. Este ya tiene lo suyo.
Y le dió con el pie otra vez.
- ¡Lárgate, puerco! ¡Lárgate en seguida!.
Efrén se volvió, grande y pesado, despacioso, hacia la casa. Muy seguro de que le seguíamos.
-Vamos -dijo-. Este ya tiene lo suyo.
Y le dió con el pie otra vez.
- ¡Lárgate, puerco! ¡Lárgate en seguida!.
Efrén se volvió, grande y pesado, despacioso, hacia la casa. Muy seguro de que le seguíamos.
Mis hermanos, como de mala gana, como asustados, le obedecieron. Solo yo no podía moverme, no podía, del lado del chico. De pronto, algo raro ocurrió dentro de mi. El chico estaba allí, tratando de incorporarse, tosiendo. No lloraba. tenía los ojos muy achicados, y su nariz, ancha y aplastada, vibrava extrañamente. Estaba manchado de sangre. Por la barbilla le caía la sangre, que empapaba sus andrajos y la hierba. Súbitamente me miró. Y vi sus ojos de pupilas redondas, que no eran negras sino de un pálido color de topacio, transparentes, donde el sol se metía y se volvía de oro. Bajé los míos, llena de una vergüenza dolorida.