- ¡Norabuena! ¿Va usté a ser rico, eh?...

¡Que bueno! ¡Con que D. Guillermo cortejaba a la hija del tío Basilio!..... ¡Con que hablaban a altas horas de la noche, junto al río, después de pasarle ella a él en la barca!.... Y debían quererse mucho, porque le habían visto salir de entre la arboleda.... ¡No era mala colocación la que se había buscado la moza! Por eso despreciaba a tantos otros. Lo mejor era un novio rico y que, además, no fuese de la villa: como no lo era ella tampoco, como no lo era su padre.... ¡Así, así!.... Y cualquier noche, para rematar la fiesta, se escapaban los dos tórtolos, sin despedirse del tío Basilio y dejándole la barca del otro lado..... ¡Que bueno estaba!.... Tanto cuidar el barquero de su moza, y ella, metida en aquel enredo, emperrada en querer a aquel hombre, que podía, con toda su fortuna, cubrir el Esla de tantos puentes como barcas tenía en su curso.....

Y continuaba el chismorreo. Y ahora cundían la burla y la chacota con la misma rapidez que antes sirviera para propagar la primera noticia de aquellos amores.
¡Pobre tío Basilio! No sabía nada, y era necesario contarle aquella novedad. Tal vez se alegrase mucho.... ¡Él sin saberlo!. No, no: había que decírselo.
Y comenzaron las frases equívocas, las palabras mordaces, las chanzas sobre su honra, las pullas a la belleza de su hija.....
El pobre barquero no veía a nadie; pero oía, a pesar suyo, aquellos saetazos que le asestaban desde lejos. Silbaban las chanzonetas, punzantes y dolorosas, unas veces en los cañares lejanos del río, otras en la arboleda, bien tras las cercas de los prados, bien desde los ribazos de los caminos que surcaban el valle.

- ¡Norabuena! ¿Va usté a ser rico, eh?
¡Enhorabuena! ¿Por qué se la daban? ¡Que iba a ser rico! ¿Que quería decir aquello? Y torturábase el magín por adivinar la intención de tal insulto. Y los saetazos volvían a silbar en torno a la barca.
- ¿Cuanto les lleva usté por pasaje?
Volvía a sumirse el tío Basilio en mil pensamientos diferentes, buscando una idea que iluminara la obscuridad de aquel misterio. Desde luego, era indudable que todas aquellas punzadas venenosas iban dirigidas a él, aunque no oyera pronunciar su nombre ni el de su hija. Y también adivinó, desde un principio, que si él no atinaba pronto con la causa de tales burlas, los mismos labios ocultos, que tanto le mortificaban, acabarían por decírselo todo.