Entró en su casa solo, y sola halló su casa. A ella volvía sin hija, sin honra, sin amor en el alma, sin paz en su conciencia. Y, como si no hubiera podido creer que le faltaba todo aquello, recorrió hasta los más ocultos rincones de su hogar. Entró en el cuarto de Magdalena, y allí vió sus vestidos, sus pobres alhajas, todo cuanto le pertenecía en vida y que ella no pensó abandonarlo para siempre aquella noche. Por todas partes, recuerdos, algo que de ella le hablaba, que conservaba aún el olor de la hija muerta. Todo lo miraba su padre con ávida atención, como si no lo hubiera visto nunca, pero sin atreverse a tocar nada. Delante de la cama vacía, y con la huella reciente de aquel cuerpo tan hermoso, no supo el tío Basilio lo que sintió.
Parecía ensañarse en su dolor con placer bárbaro. - ¿A que iba allí? ¿Que quería ver? ¿No estaba ya muerta?....-Y pugnaba por llorar, sin poder conseguirlo: no, ya no lloraban sus ojos. Si hubiera tenido a su lado un alma que le consolase, tal vez aquel consuelo hubiese podido arrancar el llanto que henchía su corazón. ¡Pero ahora!....Él había matado el único consuelo de su vida, su hija, su Magdalena. No la dejó vivir, no la dejó gozar de aquel amor que era su ventura. ¿Y por qué?. ¿Por qué, si ella era buena? ¿no tenía derecho al amor? Obedeció al yugo de su pasión indomable, porque era harto debíl para poder sacudirlo.... Los dos, él y su hija, hubieran continuado viviendo dichosos. Ahora ya.... ¿qué quedaba ahora? El recuerdo en el alma del amor perdido, la visión en los ojos de una hermosura muerta.
- ¡Hija del alma! ¡Hija mía!.....
- ¡Hija del alma! ¡Hija mía!.....