UNA MUJER EN LA VENTANA
NIEVES MORÁN DE OLENKA
El paisaje, de tan conocido, lo veo diferente hoy. Tanto tiempo ha pasado desde que Fisterra me vio nacer que ya ni recuerdo cuándo ha sido. ¡Fisterra! Fin de tierra, allí donde España termina, si es que termina en alguna parte...
¿Por qué hoy vuelven a mi memoria esos detalles de mi vida tan lejana? Antes que mía la Costa da Morte fue de mis ancestros pero yo me rebelé ante semejante pueblo y aunque solo fuese para burlarme de su nombre, he vivido muchos años. Todavía estoy viva.
En esta ciudad donde estoy no hay mar, solamente un ancho rio que de vez en cuando el viento lo hace rugir pero no se parece a las embravecidas aguas del Atlántico cuando golpeaban sobre las rocas. La ventana de mi pequeñísimo cuarto allá en Fisterra estaba frente al mar y al faro. ¡Ah, el faro! Cuántas veces lo he admirado cuando el sol lo coronaba al caer la tarde. Extraño hoy esos fulgores en esta ciudad gris donde el sol se pone por donde yo no puedo verlo.
El mar siempre me fascinó; su olor, aún después de tantos años, no he podido olvidarlo. Cuando era una niña pequeña, las noches de tormenta hacían mi sueño inquieto después de escuchar a hurtadillas las historias de naufragios que contaban mis hermanos. Desde tiempos muy lejanos barcos de todas las banderas terminaban su viaje contra las rocas, despedazando su casco en infinitas astillas que la marea apartaba de la costa empujándolas al océano abierto. ¿Llegarían aquí, tal vez? ¿Adónde iban los barcos destruidos por la furia de la naturaleza que los arrinconaba contra las piedras sin posibilidades de defenderse? Nadie supo decírmelo.
La única persona que hubiese podido responderme era mi hermano mayor, a quien no conocí más que por un viejo daguerrotipo que lo mostraba eternamente niño y que mi madre guardaba amorosamente. El pobre se fue una tarde hecha noche repentina, mientras trabajaba como ayudante en el barco de pesca de un gallego por adopción. Los azotes del mar empujaron el barco hasta la pared de rocas, rompiendo su casco hasta convertirlo en nada. Con mi hermano se fue la única persona de mi familia enamorada del mar, salvo yo misma. Mi padre no dejó que sus otros hijos fuesen pescadores. ¡Si él hubiese podido saber! Es más digno morir en las garras de la naturaleza que en las de los hombres enfermos de venganza.
NIEVES MORÁN DE OLENKA
El paisaje, de tan conocido, lo veo diferente hoy. Tanto tiempo ha pasado desde que Fisterra me vio nacer que ya ni recuerdo cuándo ha sido. ¡Fisterra! Fin de tierra, allí donde España termina, si es que termina en alguna parte...
¿Por qué hoy vuelven a mi memoria esos detalles de mi vida tan lejana? Antes que mía la Costa da Morte fue de mis ancestros pero yo me rebelé ante semejante pueblo y aunque solo fuese para burlarme de su nombre, he vivido muchos años. Todavía estoy viva.
En esta ciudad donde estoy no hay mar, solamente un ancho rio que de vez en cuando el viento lo hace rugir pero no se parece a las embravecidas aguas del Atlántico cuando golpeaban sobre las rocas. La ventana de mi pequeñísimo cuarto allá en Fisterra estaba frente al mar y al faro. ¡Ah, el faro! Cuántas veces lo he admirado cuando el sol lo coronaba al caer la tarde. Extraño hoy esos fulgores en esta ciudad gris donde el sol se pone por donde yo no puedo verlo.
El mar siempre me fascinó; su olor, aún después de tantos años, no he podido olvidarlo. Cuando era una niña pequeña, las noches de tormenta hacían mi sueño inquieto después de escuchar a hurtadillas las historias de naufragios que contaban mis hermanos. Desde tiempos muy lejanos barcos de todas las banderas terminaban su viaje contra las rocas, despedazando su casco en infinitas astillas que la marea apartaba de la costa empujándolas al océano abierto. ¿Llegarían aquí, tal vez? ¿Adónde iban los barcos destruidos por la furia de la naturaleza que los arrinconaba contra las piedras sin posibilidades de defenderse? Nadie supo decírmelo.
La única persona que hubiese podido responderme era mi hermano mayor, a quien no conocí más que por un viejo daguerrotipo que lo mostraba eternamente niño y que mi madre guardaba amorosamente. El pobre se fue una tarde hecha noche repentina, mientras trabajaba como ayudante en el barco de pesca de un gallego por adopción. Los azotes del mar empujaron el barco hasta la pared de rocas, rompiendo su casco hasta convertirlo en nada. Con mi hermano se fue la única persona de mi familia enamorada del mar, salvo yo misma. Mi padre no dejó que sus otros hijos fuesen pescadores. ¡Si él hubiese podido saber! Es más digno morir en las garras de la naturaleza que en las de los hombres enfermos de venganza.