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II

La vida siguió su curso y dos años después nació una niña, Belarmina. Al tiempo, otro niño, Moisés. Habían formado una familia y ella ya no se quedaba sola cuando su marido recorría la comarca de serena belleza arriando las cabras.
Una noche, cuando ya se habían dormido sus niños y ella tejía una manta para el hijo de Isabel que pronto nacería, oyó que golpeaban a la puerta con urgencia. “ ¡Ven pronto, Isabel te necesita! Ha dado a luz a dos niños y se siente morir!” Su amiga corrió en su ayuda pero era demasiado tarde. La gentil comadrona que ayudó a tantos niños a llegar al mundo y a sus madres a parir con confianza, no pudo hacerlo para ella misma. Isabel se fue dejando huérfanos a los recién nacidos.
La joven leonesa de ojos verdes tuvo de pronto cinco hijos. La leche que alimentaba a Moisés serviría para criar a Basilio y a Santiago. “Isabel puede descansar tranquila, sus hijos serán hermanos de los nuestros” – repetía incansablemente. Felipe no estuvo de acuerdo al principio, pero pronto se encariñó con los mellizos.
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“Pocos años más y tendrás compañía en la pradera. Herminio está ansioso por ir contigo” – dijo un día la mujer al marido. Y casi sin darse cuenta llegó el día en que el hijo mayor salió con su padre y los perros para llevar a las cabras al lugar donde los pastos crecían más tiernos. Maximina los vio irse y se sintió orgullosa. Sus hijos ya estaban grandes. Les gustaba divertirse en las fiestas de Valdesamaario bailando con las muchachas más lindas. Si hasta Basilio que era tan parco había aprendido a tocar la gaita y animaba las romerías con sus amigos. Belarmina se puso de novia con un granadino melancólico que añoraba la belleza de su ciudad natal. Siempre le repetía los versos impresos en una torre de la Alambra. “Dale limosna, mujer / que no hay en la vida nada / como la pena de ser / ciego en Granada”.