IV
Herminio estaba en su escondite mirando azorado los baúles y bultos que se transportaban, mezclados con los víveres que se utilizarían en la travesía. “Por lo menos no moriré de hambre” – pensó. Al caer la noche la oscuridad fue absoluta en la bodega y el joven polizón no se animaba a tomar un pan y un trozo de queso para saciar su hambre. Solamente bebió agua de una “bota” que había llevado consigo. Luego se acurrucó para dormir, rogando que nadie se diera cuenta de que en las entrañas del buque había un desertor clase 1884.
La mañana le trajo una sorpresa. No estaba solo. Había otros dos muchachos escondidos en medio de las barricas con agua, las bolsas de azúcar y los canastos con verduras. La sorpresa fue mutua, pero no cruzaron palabra, solo se miraron midiendo fuerzas. Eran dos hermanos tan jóvenes como Herminio que huían de España por distintas razones. El mayor, Joaquín, había matado a un hombre en una pelea y Manuel, con dieciséis años, había tenido la mala fortuna de enamorarse de la hija del alcalde. Él y Pilar se veían a escondidas todas las tardes y cuando el iracundo padre los descubrió puso el grito en el cielo, lo persiguió con tanta fiereza que lo único que Manuel deseó fue irse cuanto antes de allí. Y así fue que abandonó a Pilar, a su familia y su pueblo en Galicia quedó atrás. América sería el refugio de los hermanos. Ni siquiera estaban seguros en qué puerto recomenzarían sus vidas.
Descubrir que no estaban solos en la empresa los sobresaltó tanto como a Herminio. El mayor de los hermanos, arrastrándose, llegó hasta el escondite del leonés y en voz baja lo amenazó con sus puños cerrados. “Si nos descubren, será tu culpa. Más te vale quedarte quieto aquí” – dijo. Herminio lo tranquilizó, “yo no deseo otra cosa que llegar a tierra firme sano y salvo. Alcánzame algo para comer cada tanto y me quedaré quieto hasta llegar a la Argentina”.
Así fue que con el transcurrir de los días en alta mar y unas cuantas borrascas que los asustaron, los polizones se unieron en su aventura. Una noche, un marinero encargado de las provisiones ingresó por sorpresa en la bodega y confirmó sus sospechas. Allí encontró a los tres jóvenes responsables de la merma en la provisión de galletas, manzanas, tocino y vino. Quedaron todos de una pieza. El marinero, viejo conocedor de clandestinidades, los llevó hasta la cubierta de la nave. El cielo estaba encendido de estrellas y la luna iluminaba las cuatro figuras que lo admiraban. Por fin Herminio pudo sentir el sabor salobre del aire marítimo. Pocos días más tarde llegarían al puerto de Santos. Los hermanos tenían prisa por dejar el vapor y decidieron bajar allí. Se despidieron con un abrazo, tal vez nunca volverían a encontrarse.
Herminio estaba en su escondite mirando azorado los baúles y bultos que se transportaban, mezclados con los víveres que se utilizarían en la travesía. “Por lo menos no moriré de hambre” – pensó. Al caer la noche la oscuridad fue absoluta en la bodega y el joven polizón no se animaba a tomar un pan y un trozo de queso para saciar su hambre. Solamente bebió agua de una “bota” que había llevado consigo. Luego se acurrucó para dormir, rogando que nadie se diera cuenta de que en las entrañas del buque había un desertor clase 1884.
La mañana le trajo una sorpresa. No estaba solo. Había otros dos muchachos escondidos en medio de las barricas con agua, las bolsas de azúcar y los canastos con verduras. La sorpresa fue mutua, pero no cruzaron palabra, solo se miraron midiendo fuerzas. Eran dos hermanos tan jóvenes como Herminio que huían de España por distintas razones. El mayor, Joaquín, había matado a un hombre en una pelea y Manuel, con dieciséis años, había tenido la mala fortuna de enamorarse de la hija del alcalde. Él y Pilar se veían a escondidas todas las tardes y cuando el iracundo padre los descubrió puso el grito en el cielo, lo persiguió con tanta fiereza que lo único que Manuel deseó fue irse cuanto antes de allí. Y así fue que abandonó a Pilar, a su familia y su pueblo en Galicia quedó atrás. América sería el refugio de los hermanos. Ni siquiera estaban seguros en qué puerto recomenzarían sus vidas.
Descubrir que no estaban solos en la empresa los sobresaltó tanto como a Herminio. El mayor de los hermanos, arrastrándose, llegó hasta el escondite del leonés y en voz baja lo amenazó con sus puños cerrados. “Si nos descubren, será tu culpa. Más te vale quedarte quieto aquí” – dijo. Herminio lo tranquilizó, “yo no deseo otra cosa que llegar a tierra firme sano y salvo. Alcánzame algo para comer cada tanto y me quedaré quieto hasta llegar a la Argentina”.
Así fue que con el transcurrir de los días en alta mar y unas cuantas borrascas que los asustaron, los polizones se unieron en su aventura. Una noche, un marinero encargado de las provisiones ingresó por sorpresa en la bodega y confirmó sus sospechas. Allí encontró a los tres jóvenes responsables de la merma en la provisión de galletas, manzanas, tocino y vino. Quedaron todos de una pieza. El marinero, viejo conocedor de clandestinidades, los llevó hasta la cubierta de la nave. El cielo estaba encendido de estrellas y la luna iluminaba las cuatro figuras que lo admiraban. Por fin Herminio pudo sentir el sabor salobre del aire marítimo. Pocos días más tarde llegarían al puerto de Santos. Los hermanos tenían prisa por dejar el vapor y decidieron bajar allí. Se despidieron con un abrazo, tal vez nunca volverían a encontrarse.