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VII

Joaquina, menuda y de baja estatura, de cabello negro siempre recogido en trenzas que unía con gracia en un rodete, alzó sus oscuros ojos para mirar con atención al joven que la galanteaba. Le dijo que ella también venía de León, de Cimanes del Tejar, precisamente, un hermoso pueblo donde alguna vez hubo un palacio que perteneció al Marqués de Ferreras y se había criado muy cerca del río Órbigo, casi enfrente de la iglesia parroquial de San Andrés.
“ ¿Extrañas, muchacha?”. “ ¡Claro que extraño!”. Pero al morir su padre habían quedado desamparados y viajó a la Argentina con una amiga, Celestina. También le dijo que esperaba ansiosa noticias de su madre que pronto llegaría con su sobrino Constantino, hijo de su hermano Víctor. “Catalina, mi hermana, no quiere dejar España. Pero vendrá... ya verás. Y con ella Tomasa, Asunción y Víctor” – se entusiasmaba la joven recordando a su familia.
Tal como lo había predicho el padre César, Joaquina y Herminio se casaron en su iglesia. Fue el 10 de febrero de 1910.
María, la cocinera de “La María Inés” se retiró y la recién casada ocupó su lugar. Don Edwin, que le había tomado cariño a su ayudante en el campo, lo nombró mucamo de la casa grande y a partir de entonces sirvió con orgullo y guantes blancos los platos preparados por su esposa.
Allí, en noviembre de 1910 nació su primera hija, Benedicta. Cuando Joaquina quedó nuevamente encinta pidieron al patrón que les arrendara una parcela para hacerse su casa y trabajar en el campo, que era lo que a Herminio más le gustaba. Luego nacieron Ramón, Herminia, Felipe, Josefa, Luis y Rosa, que Dios se llevó a los pocos días de haber nacido. Con ellos se crio Maximina, que había perdido a su madre siendo muy pequeña. Herminio generosamente acogió a su sobrina como si fuese una hija más, tal como lo había hecho su madre con sus hermanos de crianza.