- ¡Las cadenas!- oyó don Luis gritar, con indecible...

¡Hola a tod@s amig@s! Y ya sabéis que cuando digo a tod@s digo: a tod@s los amig@s del foro y paisan@s y vecin@s de nuestro querido pueblo Canales-La Magdalena.

Y como por los leones estamos de fiesta... voy a empezar un nuevo cuento del libro "CUENTOS LEONESES" editado en 1931. El titulado: "LAS CADENAS" y, como en otras ocasiones, que conste: no respondo si acaba bien o mal, puesto que, ya sabéis, a medida que leo escribo, la incógnita es para todos.

Como siempre acompaño el texto con fotos del pueblin.

LAS CADENAS

Frunció don Luis en entrecejo, con expresión de disgusto, de contrariedad, cuando, al elevar los ojos del libro en que leía, sentado bajo el corredor de su casa, advirtió que el horizonte ofrecíase a su vista preñado de cárdenos nubarrones, que iban robando la luz al especio. En rigor, lo que atrajo su mirada, para inquirir el aspecto de la atmósfera, dué un golpe de viento abrasador que, rastreando por la tierra caldeada en el sol ardiente de aquella tarde estival, hizo revolar las hojas del libro con los sucios torbellinos del aire que, pueblo adelante, siguieron invadiendo todo. La calle, antes soleada, quedó de súbito casi por completo oscurecida, e igual repentino cambio experimentó el pedazo de campiña que se veía al frente.

¡Tormenta segura! Nuevas ráfagas de aire soplaron con ímpetu irresistible, arrastrando consigo sofocantes trombas de un polvo cegador; vió don Luis a varios vecinos correr desolados en opuestas direcciones, crugieron puertas y ventanas al rudo empellón del viento; la tierra pareció estremecerse toda, como sacudida por un temblo extraño, y el firmamento vió cubierto su azul por la imponente mancha gris que, invasora, fué agrandándose, cundiendo en un avance súbito. Salió entonces don Luis de su casa hasta dar vista a los campos más próximos. Densa oscuridad pretendía envolver a la tierra. La escasa luz, una luz opaca, que parecía culebrear por el suelo en lívidos fulgores de inesperado crepúsculo, peligraba ser también absorbida por aquel nublado gigantesco, temible, impotente, que se había alojado en la remota altura cerrando el horizonte.
Era una nube de cuidado. Del Poniente venía, anunciando su proximidad con ese ruido extraño, característico, que en la lejanía parece un desesperado arratre de cadenas, al decir de los habitantes de la comarca, quienes, al verse sorprendidos, unos en el campo, en sus casas otros, por los presagios de la tempestad, palidecieron densamente cuando para sus oídos se hizo al fin perceptible aquel seco, metálico estridor. Rasgando la quietud silenciosa que a cortos intervalos sobrevino después en la tenaz llanura, de una a otra linde, avisándose, previniéndose ante el peligro cda vez más próximo, cruzábanse voces y reniegos, que se reproducían con mayor fuerza cuanto más intenso se escuchaba aquel fatídico tableteo fraguado en el seno de la lejana nube.

Don Luis extendió su mirada por el monótono paisaje de aquellos campos tan sobriamente extensos como por naturaleza fértiles, y vió cabecear las espigas, a los rudos latigazos del viento, en un oleaje furioso. La dilatada planicie leonesa, que brava levemente por ondulaciones tímidas, presentábase uniforme, no tanto por la horizontalidad del suelo, siempre renovada ante los ojos, comp por la absoluta homogeneidad de los cultivos. En aquella soledad inmensa, desnuda de árboles y cuya austeridad penosa dulcificaba el verdor de los sembrados, ponían a una gran distancia su límite las pardas lomas, cubiertas de frondas esteparias, detrás de las cuales, allá lejos, muy lejos, entre la bruma del Norte, la tierra iniciaba su accidentación para erguirse después en irritada crispatura. Fuera de eso, todo era llana inmensidad, prolongada extensión, sumida entonces en una grisura misteriosa y trágica. Arriba, la nube rugiente, que avanzaba entoldando el cielo; abajo, la yerta llanura, tendida en infinita prolongación, y en medio, haciéndose respirar en densas bocanadas, un ambiente de fuego desprendido del sol canicular, implacable, que la nube había ocultado en su seno profundo y lóbrego, del cual llegaban, con fugaces intermitencias, los sinietros ecos de aquel simulador entrechocar de férreos anillos.

- ¡Las cadenas!- oyó don Luis gritar, con indecible angustia, a algunos labriegos que, consternados, dirigiéndose veloces hacia el pueblo, con los semblantes demudados por el terror. Echó también sus pasos el rico hacendado en dirección de la aldea, si bien con menos miedo y más calma, cuando hubo de percibir los ecos distantes de un agudo sonido metálico. Era la campana de la iglesia, que hacía resonar su voz en lo alto de la torre y cuyo monótono repique, más que un retador conjuro que pretendiese ahuyentar la amenazadora tormenta, parecía un lastimero quejido en solicitud medrosa de perdón. Y, en tanto, cuando don Luis llegó a la plaza del pueblo, ya se hallaban congregados allí, en actitud intranquila y en revuelto tropel, casi todos sus habitantes, a quienes el estridente sonar lejano de lo que ellos denominaban las cadenas había puesto el espanto en el rostro y en el alma una ansiedad infinita.
Respuestas ya existentes para el anterior mensaje:
Creció el espanto, al menos, cuando a los pocos segundos rodó sobre las cabezas de los asustados campesinos un trueno formidable. Fué un trueno prolongado que hizo retemblar la llanura. La nube, como atraíada por la campana, dió el último avance, colmó el espacio, borró todo horizonte y, cual si deseara oprimir a la tierra con su negrura letal, pareció adherirse al suleo para infundirle sus estertores, que revelaron de pronto la existencia de ignoradas inmensidades, puestas ahora ante los ojos dilatados por supersticiosos terror. Entonces ya cesaron las vacilaciones. Cuando don Luis se aproximó a aquel tumultuoso grupo de gente, formado por gran parte del vecindario y que iba engrosándose cada vez más, pudo enterarse al fin de lo que ocurría. Tratábase de avisar al párroco del pueblo para que viniese a conjurar la tormenta. Con esto no hacían otra cosa sino obedecer a la convicción, arraigada entre la gente campesina, de que el cura poseía la virtud de alejar todo peligro cada vez que una tempestad se presentaba en el horizonte. Siempre que alguna nube llegaba a visitar la comarca, era sabido ya: los vecinos todos del pueblo volaban a casa del párroco a pedir <<la conjura>>. Que saliese también ahora a leer los exorcismos y aplacara la tormenta, que esta vez llegaba más temible que cuantas otras habían aparecido en el cielo de aquellos páramos leoneses. Para ello recibía anualmente el pastor de almas una ofrenda por concepto de conjuros y bendición de campos. ... (ver texto completo)