Pero no era aquel golpe de agua, con cortejo de relámpagos y truenos, lo único reservado por la entraña de la nube para vomitarlo sobre la campiña. Cuando, inciertos, vacilantes en aquel avance penoso contra los elementos airados, llegaron a dar vista a sus campos lo pobres labriegos, con el párroco al frente, una luz súbita cegó sus ojos y un estruendo simultáneo y horrible paralizó sus piernas. ¡Allá va!.... Prendió la chispa en los aires al roce brutal de los dos fluídos que se amagaban, y el látigo de fuego, tendiéndose sobre el dorso de la nube, hendió el espacio con un chasquido gigante. Las mujeres todas, los chiquillos, hasta los hombres, retrocedieron con espanto, lanzando a un tiempo suplicantes exclamaciones con temblorosa voz. Tras la caída del rayo, durante algunos breves momentos, arreció la lluvia, a la que siguió después un silencio más imponente aún. Aquel leve respiro de la implacable tempestad fué aprovechado para conjurarla; mas pronto el fulgor del rayo volvió a incendiar el ambiente, y el estampido de cada descarga vino a turbar el acto litúrgico, aumentando el terror de la gente campesina, que saludaba la aparición de uno y otro relámpago santiguándose con nerviosa rapidez.
El semblante del cura había perdido su alegre expresión, y el ritual temblaba en sus manos, agitadas por el miedo que ahora sentía el joven sacerdote. Resultaba un espectáculo doblemente curioso ver al párroco mascullar, sin aquella su sorna escéptica, pero también sin fe en lo que hacía, palabras ininteligibles para aquellos rudos creyentes, mientras éstos dirigían anhelantes miradas de interrogación al libro primero y al cielo después, comno esperando ver subir las oraciones en triunfante ascensión hacia las nubes para contrarrestar su cólera. Y como si todo ello hubiera sido una farsa grotesca, que hiciese reir, con trágica carcajada, a los elementos aliados por siempre para engendrar la tempestad; como si la última exhalación eléctrica, que al caer hizo estremecerse todo en una convulsión espantosa, hubiera querido aligerar la nube, según como desgarró su vientre, de la grave carga que la afligía, apenas la rústica ceremonia dió fin, una copiosa lluvia de blanca piedra cayó de pronto y con horrible estruendo sobre los feraces campos. El agua benéfica, el agua ansiada, cristalizó súbitamente en lo alto, y, entregándose al viento, bajo el granizo, que al descargar sobre la tierra su furia lo arrasó todo. ¡Aquello sí que semejaba una inmensa carcajada diabólica, muy en armonía con las fugaces sonrisas de lumbre antes forjadas por el cielo!
Cuando la nube cesó, y los labriegos, que habían huído del pedrisco lanzando desesperadas imprecaciones, salieron a reconocer sus tierras, los campos sin frutos ya, parajes de acostadas mieses, ofreciéronse a sus ojos como triste cementerio en que únicamente reinaba la desolación. ¡A enterarse de todo su infortunio! Y recorrieron sus fincas, y todo lo examinaron, persuadiéndose al fin de que su desgracia era irreparable. Emprendieron nuevamente el camino del pueblo als pbres víctimas del espantoso drama desarrollado en el espacio. El día había muerto ya, y para dar paso a una noche tenebrosa agonizó la luz entre convulsiones eléctricas. ¡Qué anochecer! ¡Quë regerso a sus moradas, ahora más tristes, más desiertas, porque la esperanza las abandonó! << ¡No hay cosecha ya! ¡Todo se ha perdido! ¡ya nada podrá cogerse! ¡Adiós pan de todo un año! ¡adiós sueños, alegría!.... ¡adiós trabajo inútil, muertas liusiones!....>>
La noche pasó con relativa tranquilidad en las alturas, mientras abajo se desarrollaba en los espíritus la tormenta de una desesperación horrible. El cielo estuvo mandando agua a la tierra, en suave descenso, casi hasta el amanecer. La piedra, aquella maldición de lo alto, se había disuelto en la mansa lluvia caída después.... ¡después!, como un sarcasmo hecho al infortunio. Aquello era una burla intolerable, en la que el cura había tomado la parte principal. Así es que contra él se sentía indignado el vecindario en masa. De otros pueblos, al ser día. llegó el anuncio de que la comarca entera había sido apedreada por igual; mas para lo habitantes de este pueblo, que todos en absoluto habían perdido la recolección del año, ningún consuelo venía a suponer tal equidad en la desgracia común. Sobre todo, en nada se estimó disminuida por la extensión del siniestro la culpabilidad del cura.
Reunidos nuevamente los feligreses todos, y cerciorados por completo de la verdad de su ruina, sin vacilar un instante, todos a una, dirigiéndose a la casa del párroco con el firme propósito de hacerle ver cómo quedaran las tierras labrantías al ser apedreadas por la nube. Que se enterara del enorme daño ocasionado por su ineptitud o por su mala fe, que todo podía sospecharse. El cura se encontraba en la iglesia entonces, y, apenas hubo terminado la misa, casi a viva fuerza fué sacado de allí, sin permitírsele entrar en su casa, y conducido fuera del pueblo entre la turba y las mijeres y chiquillos, cuyo griterío era incesante y a veces ensordecedor, sobre todo cuando el joven cura intentaba oponer una nueva resistencia a la insólita determinación de los indignados labriegos. Varios vecinos de los de alguna significación hubieron de repartir persuasivos mogicones para evitar otros propósitos que trataba de poner en práctica gran parte de aquella rencorosa muchedumbre. -Nada de maltratarlo, ¿eh? Para que se enterase del daño que había hecho al pueblo no era menester atropellarle así. -Y el mismo cura, lleno ahora de una santa resignación; seguido en triste, lento cortejo por sus feligreses, por todo un pueblo que creía haber sido objeto de una burla criminal, llegó jadeante, sudoroso, a las tierras más inmediatas, donde podía apreciarse la extensión de aquellos campos asolados.
La mañana tan triste, el aire todavía húmedo, el cielo encapotado aún, como si las nubes, al elevarse perezosamente, se alejaran gozándose en su obra destructora, todo parecía infundir honda pena. Tierras adelante, continuó la forzosa peregrinación del cura. Llevábalo a reolque aquella gente, que ya no rugía como antes en continuos denuestos. A ratos imperaba en aquel séquito doloroso un mutismo de aparente tranquilidad; pero, al llegar a cada finca, prorrumpía su dueño, en unión de sus hijos, de su familia entera, las mujeres sobre todo, en las más amargas lamentaciones. Y así al aproximarse a otra tierra, y a la otra, y a la siguiente. El infeliz cura guardaba obstinado silencio; hallábase a punto de caer desvanecido. Y a cada heredad que iban visitando, el respectivo amo y señor de aquellas fincas reproducía las imprecaciones, cuyo tenor llevaba sus deudos entre lloros y gemidos, mientras los no interesados en aquel destrozo seguían su marcha detrás, con mayor lentitud, estrujando el casi desmayado cuerpo del sacerdote, en temor de que se escapara. El pueblo entero estaba apiñado allí y semejaba un mosntruo enorme de mil bocas que alternativamente lanzaran fieros rugidos, con intervalos de un silencio aún más penoso. Y cuando el párroco se veía frente a aquellas tierras, semejantes ayer a un tranquilo mar verde que amarilleaba a las caricias del veinto, a cuyo compás ondulaban los trigos en cambiantes de esmeralda y oro, y contemplaba la campiña, ahora convertida en triste paraje de donde la vida huyera espantada, y sus frutos muertos en flor, llegaba a imaginarse que, efectivamente, él debía ser el autor de aquel inmenso estrago, y hasta se preguntaba a sí mismo: << ¿Pero de veras he hecho yo todo esto?>>. Y todos sus feligreses, todos los damnificados por la tormenta, pretendían llevarse al cura consigo para hacer ante él un inventario más de su infortunio; todos quisieron arrastrarlo a sus heredades, olvidándose de sensatas advertenciasa y maltratando aquel joven cuerpo con sus garras encallecidas, hasta que el infeliz párroco cayó al impulso del bárbaro empellón de aquella multitud. No podía más; era demasiado. -<< ¡Basta! ¡Ya basta!>> -Y a duras penas consiguió, al fin, desprenderse de las garras vengadoras que física y moralmente habían agotado las escasas energías del pobre cura.