Cuando le fué permitido a Pilarito salir de paseo no podía imaginar que la esperara una sorpresa como la que recibió su amor del hombre que supo hacer olvidar su desvío con palabras en que, aún así, no halló él tantas disculpas como razones supo ella encontrar en su cariño para disculparle. Pesábale a Pilarito, no ya todo reproche, sino la menor pregunta, a que solo su corazón bastaba para contestar fielmente. Comprendió que no podía menos de querer a aquel hombre, y le quiso de nuevo, si es que había dejado de amarle. Halló entonces Pilarito en sus padres una voluntad decididamente opuesta a la continuación de tales amores. Pero la prohibición fué inutil. Reanudaba la novia los ensueños venturosos que habían tejido ya sus manos virginales y que embellecieran sus ojos de amor, con la luz de su mirada, y su boca, con las emocionadas frases de la pasión primera. Y, en tanto la dolencia volvía, avanzaba cautelosa, para apoderarse otra vez del cuerpo núbil; repetíanse los accesos de dolor, los estremecimientos alarmantes, las contacciones involuntarias, aquella sensación angustiosa en que disponía a la pobre niña la menor inquietud.