Cuando le fué permitido a Pilarito salir de paseo no podía imaginar que la esperara una sorpresa como la que recibió su amor del hombre que supo hacer olvidar su desvío con palabras en que, aún así, no halló él tantas disculpas como razones supo ella encontrar en su cariño para disculparle. Pesábale a Pilarito, no ya todo reproche, sino la menor pregunta, a que solo su corazón bastaba para contestar fielmente. Comprendió que no podía menos de querer a aquel hombre, y le quiso de nuevo, si es que había dejado de amarle. Halló entonces Pilarito en sus padres una voluntad decididamente opuesta a la continuación de tales amores. Pero la prohibición fué inutil. Reanudaba la novia los ensueños venturosos que habían tejido ya sus manos virginales y que embellecieran sus ojos de amor, con la luz de su mirada, y su boca, con las emocionadas frases de la pasión primera. Y, en tanto la dolencia volvía, avanzaba cautelosa, para apoderarse otra vez del cuerpo núbil; repetíanse los accesos de dolor, los estremecimientos alarmantes, las contacciones involuntarias, aquella sensación angustiosa en que disponía a la pobre niña la menor inquietud.
Con los nuevos avisos del mal coincidieron los disgustos en casa, cuando la tenacidad de Pilarito llegó a irritar, primero, a impresionar, después, profundamente a los padres. Bien a despecho de éstos, aquella tenacidad logró sobreponerse. Y todos transigieron, porque temieron todos un nuevo amago de lo que ya, por ocultárselo a todos, en defensa de su cariño, hacía sufrir doblememte a la enamorada enferma. Llegó un día en que ésta no pudo seguir ocultando el progreso invasor de aquel mal que, al volver de nuevo, vlavó la garra sobre sus débiles hombros, como en son de desafío a toda voluntad que pretendiera combatirle. La neuritis llevaba tras de sí una parálisis del serrato, cuyos síntomas no habían podido revelarse claramente, confundidos con los sufrimientos que hasta entonces se manifestaran en la pobre niña, atenta siempre a lo que para ella constituía en el mundo toda la felicidad. Y la prohibición sobrevino terminante contra cualquier sacrificio de la enferma por amparar su cariño y su deseo.