Y en la plaza campo de acción, desde aquella hora,...

Ahora, después de terminada la jornada laboral de este, espero que haya sido un feliz miércoles para tod@s, vamos con otro cuento, otro cuento de aquella edición DE LA IMPRENTA PROVINCIAL de 1931, tantas veces nombrada, CUENTOS LEONESES.
En esta ocasión el titulado:

LA FIEBRE

Temblaba la espadaña, nido perpetuo de cigüeñas, con el campaneo que anunciaba el fin de la misa.
Vomitaba gente con tozuda parsimonia el pintorrejeado pórtico de la iglesia, sin que por un momento dejara de salir la multitud de feligreses y devotos, que, en abigarrado tropel de trajes domingueros, con desesperante calma y pestañeando enojadamente bajo la luz brillante, cegadora, de sol, iban abndonando la oscuridad del templo cuyos blancos muros exteriores reflejaban, abrasados, el fuego de aquel cielo canicular.

Y en la plaza campo de acción, desde aquella hora, de la mocedad, que la convertía el bolera desparramábase la devota muchedumbre, camino todos de sus casas, donde les esperaba el interminable banquete, de pesados manjares, con que la rústica avidez saciaba su glotonería una vez al año.
Mientras los futuros mozos seguían volteando las campanas, abajo en la plaza procuraba la juventud masculina atraerse con sus relinchos las miradas de las mozas, que sonreíanse de lejos al salir de misa.
Sus semblantes reflejaban aún las angustias de las dos horas pasadas en el sagrado recinto, jadeando los alientos, respirando apenas, sintiéndose todos ahogar, mientras oían el sermón del buen Juan Antonio. el predicador de siempre, tan amigo del párroco, que todos los años venía a evangelizar a aquella gente con nuevos trozos escogidos de los sendos sermonarios que llenaban los estantes de la librería y casi absorbían su biblioteca.
Respuestas ya existentes para el anterior mensaje:
Congestionábase el menguado crucero con aquella ola de carne humana que rompía contra las paredesde la iglesia parroquial, estrujándose, moviéndose sin sosiego, como si los fieles todos pretendieran despojarse del calor que sentían arrojándoselo unos a otros, en tanto que el cura bonachón y gordiflote, cuyas gafas de oro acertaban a poner una nota irónica en su rostro arrebolado, enroquecía por contraste, prodigando su elocuencia a grandes voces y dejando cada periodo en su punto previsto para acudir a enjuagar el sudor de la frente con el blanco pañuelo, que parecía un emblema de paz tras imponente oratoria ingerida por aquella retentiva feliz.
Al salir del templo, aunque el fulgor intenso del sol quemaba con ahinco, todos entrebeían los labios para respirar ansiosamente el aire libre. Con el cielo despejado, el mediodía presentábase bochornoso, como si aún aquella atmósfera quisiera recordar la caleturienta gestación de los campos, el parto doloroso de la tierra, cuyo aliento febril se respiraba bajo la caricia ardiente que había agostado los frutos muertos en las eras de polvorienta marillez. ... (ver texto completo)