Las mozas daban, en el comedor, una nota alegre al festín con los tonos claros de sus chambras, entre cuyos escotes ondulaban lo collares de aljofar y coral. En cambio, el tono sombrío lo daban los curas, quienes, mientras comían sosegadamente los denás comensales, sin dejarlo un momento, se apresuraban a despachar cuanto antes y, sin compasión de sus años, metían prisa al pobre D. Pedro, el viejo capellán, cuyas mandíbulas maniobran despacio y sosegadamente.
Les aguardaba la partida de tresillo, aquella partida que prometía durar, cuando menos, dos o tres días, con sus noches, encerrados los jugadores en la misma habitación llena de humo y mal oliente, de la que no salían durante aquel tiempo..... para nada, que todo estaba ya previsto. Era seguro que el capellán les llevaría los cuartos a sus colegas, como siempre, pues, con su calma silenciosa y su destreza para el juego, resultaba invencible con los naipes en la mano; pero esto no aminoraba la impaciencia de sus víctimas, que desvivíanse por reñir con él otra batalla más y se desesperaban al ver su flema imperturbable ante la mesa bien provista con que hacía honor a sus amigos el tío Sanen.
Los apermios de los curas al viejo colega hicieron soltarse un poco las lenguas de todos los comensales. Cuando le llegó el turno a la ternera asada, a la que sin compasión sucedían los pollos asados también, fué elevándose, cada vez más, el murmullo de las conversaciones. Y tan calmosos andaban en el tragar y beber sin duelo, y de tal suerte se proponían alternar cada bocado o libación con nuevos diálogos de punta a punta de la mesa, que antes de los postres estaba allí José María.
Uno de las fotos de los platos de Pepín del "Mesón Río Luna" del pueblin viene aquí, que ni "piripintado"
Les aguardaba la partida de tresillo, aquella partida que prometía durar, cuando menos, dos o tres días, con sus noches, encerrados los jugadores en la misma habitación llena de humo y mal oliente, de la que no salían durante aquel tiempo..... para nada, que todo estaba ya previsto. Era seguro que el capellán les llevaría los cuartos a sus colegas, como siempre, pues, con su calma silenciosa y su destreza para el juego, resultaba invencible con los naipes en la mano; pero esto no aminoraba la impaciencia de sus víctimas, que desvivíanse por reñir con él otra batalla más y se desesperaban al ver su flema imperturbable ante la mesa bien provista con que hacía honor a sus amigos el tío Sanen.
Los apermios de los curas al viejo colega hicieron soltarse un poco las lenguas de todos los comensales. Cuando le llegó el turno a la ternera asada, a la que sin compasión sucedían los pollos asados también, fué elevándose, cada vez más, el murmullo de las conversaciones. Y tan calmosos andaban en el tragar y beber sin duelo, y de tal suerte se proponían alternar cada bocado o libación con nuevos diálogos de punta a punta de la mesa, que antes de los postres estaba allí José María.
Uno de las fotos de los platos de Pepín del "Mesón Río Luna" del pueblin viene aquí, que ni "piripintado"
Madreeeeeeeeeee! ¡Donde andaba que no había paraooooo!
Contunuación de:
LA FIEBRE
Todos se apresuraron a hecerle sitio y a darle el parabién por su restablecimiento. Mirábanlo a hurtadillas las mozas; permitñianse los hombres, en voz baja, cieryos chistes y bromas picarescas, que se reían con disimulos, y las madres, contemplando al gentil mancebo, se condolían de él como de una persona de la familia.
¡Pobre!.... ¡Cuanto había penado! ¡Dichosa fiebre! Ya se echaba de ver que era hijo de tal padre. De él sacaba el rapaz la maldita afición, pues el médico, a pesar de sus cincuenta años, que llevaba con la gallardía de un joven, todavía andana rebrincando a las mozas de otros pueblos cuando iba a ellos de visita, haciendo tanto sufrir a la pobre señora, un verdadero ángel, tan guapa, tan buena, aunque de la ciudad; aquella doña Matilde de quien sacaba la esbeltez de su estampa el chico.
¡Si eran cosa perdida las ciudades para la juventud! Cuánto mejor que los muchachos fuesen unos borricos, criándose sanos y fuertes, sin exponerlos a malos pasos por querer sacarlos de ser salvajes. ¿Donde se había hecho D. José como era? Alla, en la ciudad, durante los estudios. Y sin enmienda posible. Ya no bastaba esto. Ahora, el hijo también. ¡Pobre Madre! A poco se lo hubieran matado aquellas mujeres. ¡Cuanto llorara ella ante el demacrado rostro del hijo, de su consuelo único, pretendiendo reanimar a besos, con el instinto indulgente de madre amorosa, el pálido semblante en que parecíam morir las caricias maternas con el mismo desaliento que ahogaba la esperanza de salvar aquella juventud ¡Por fin, Dios se lo había salvado.
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LA FIEBRE
Todos se apresuraron a hecerle sitio y a darle el parabién por su restablecimiento. Mirábanlo a hurtadillas las mozas; permitñianse los hombres, en voz baja, cieryos chistes y bromas picarescas, que se reían con disimulos, y las madres, contemplando al gentil mancebo, se condolían de él como de una persona de la familia.
¡Pobre!.... ¡Cuanto había penado! ¡Dichosa fiebre! Ya se echaba de ver que era hijo de tal padre. De él sacaba el rapaz la maldita afición, pues el médico, a pesar de sus cincuenta años, que llevaba con la gallardía de un joven, todavía andana rebrincando a las mozas de otros pueblos cuando iba a ellos de visita, haciendo tanto sufrir a la pobre señora, un verdadero ángel, tan guapa, tan buena, aunque de la ciudad; aquella doña Matilde de quien sacaba la esbeltez de su estampa el chico.
¡Si eran cosa perdida las ciudades para la juventud! Cuánto mejor que los muchachos fuesen unos borricos, criándose sanos y fuertes, sin exponerlos a malos pasos por querer sacarlos de ser salvajes. ¿Donde se había hecho D. José como era? Alla, en la ciudad, durante los estudios. Y sin enmienda posible. Ya no bastaba esto. Ahora, el hijo también. ¡Pobre Madre! A poco se lo hubieran matado aquellas mujeres. ¡Cuanto llorara ella ante el demacrado rostro del hijo, de su consuelo único, pretendiendo reanimar a besos, con el instinto indulgente de madre amorosa, el pálido semblante en que parecíam morir las caricias maternas con el mismo desaliento que ahogaba la esperanza de salvar aquella juventud ¡Por fin, Dios se lo había salvado.