Don Luís, que estaba en el comedor y desde allí oyó...

Elambiente sofocaba. Aquel emperezamiento, la asfixiante pesadez de aquella siesta de invencible modorra, parecía hundir a todos en un letargo sin fin, que acentuaban los vapores de la comida, el calor de las respiraciónes, los efectos de tanto beber, el humo de los cigarros. Fuera de allí, el sol cayendo a plomo, el pueblo semejando una inmensa hoguera; más lejos, junto al río sediento, los árboles estáticos, mudos; la neblina levantándose sobre los remotos arroyos, enturbiando los lejanos horizontes, apenas acusados por tímidas lomas inundadas de luz.
Cuando los mozos quisieron jugar a los bolos un rato, con idea de ir templando los remos para loa hora de los aluches, y, desafiando a la tarde cálida, intentaron salir a la calle, encontráronse con que allí no parecían gorras ni sombreros. Era la costumbre, la broma de siempre, que se repetía un año y otro. Mozo forastero había a quien le escondían el caballo durante tres días seguidos para que no pudiese volver a su casa. Esto era una gala para el mozo. Y aquellas diabluras siempre procedían del mismo origen: de las mozas. Así es que allá se fueron ellos, y también José María, al despacho del tío Senén, donde las muchachas se habían reunido, cerrando por dentro.
Estremecióse la puerta con el rudo empellón. ¿Que querían aquellos brutos, las prendas desaparecidas? Pues ya sabían el modo de rescatarlas. Sólo uno de ellos tenía drecho a entrar y cogerlas, si eso le era tan fácil. Y aunqye los mozos insistieron, entre risas y amenazas, las jóvenes lugareñas mantiviérenso inflexibles.

Por la Enrejada ventana del corral, donde a los mozos atraía el deseo de ver en el interior de la habitación, y que ellas apresurábanse a cerrar entonces, pero que tuvieron al fin que dejar entreabierta, porque el calor las ahogaba, se la veía a todas despechugadas, semidesnudas, a la vista los carnosos brazos y el arranque de las abultadas pomas, mostrando en la tibia y voluptosa semioscuridad la carne satinada de los cuellos, de inesperada blancura, bajo los rostros morenos, de recio color. Entre risas apagadas, con el mirar encendido, agitábanse lentamente, como movidas por un tibio y desigual arrullo de sus pechos, de sus caderas de firme curva, en tanto que brotaba de aquellos cuerpos el fuerte olor de la carne sana, exenta de artificios y rezumando sensualidad bravía.

Cambiaron los mozos una mirada, y al punto se entendieron. Dirigiéndose algunos a la puerta del despacho con el fin de parlamentar. Ya podían ellas abrir. Preguntaron otros quien iba a entrar en la habitación. No contestó nadie. Abrieron las mozas con infinitas precauciones, y, apenas penetró en el cuarto un rayo de claridad, se vió José María lanzado dentro.

El infeliz palideció más que nunca. Apoderándose de él las mozas, y sin atender a sus gemidos, entre los gritos de espanto de algunos hombres y las carcajadas de los más, que desde el corral contemplaban aquellos, comenzaron a estrecharle entre sus brazos, a pellizcarlo sin piedad alguna. Enardecidas por las voces de fuera, disputábanse al muchacho bravamente, pasándolo de unas manos a otras, y, llevándolo a sus móviles regazos, rebosantes de lujuria, le abrazaban, estrujábanlo febriles, le sometían a las angustias de un cosquilleo sofocante, le daban repetidos besos, respirando excitadas, más anhelantes cada vez, deseosas sus manos, de recorrer el cuerpo hermoso, acariciando la piel fina. ¡Aquello si que era fiebre, la celentura mortal para el infeliz, que en su furor de hembras, no habían podido contener las mozas enamoradas del pobre enfermo!

Don Luís, que estaba en el comedor y desde allí oyó las voces, salió apresuradamente y, al enterarse del motivo que las originaba, corrió a golpear la puerta, gritando con desesperación:
- ¡Abrid! ¡Pronto!
La orden del joven médico fué obedecida con una lentitud que daba espanto. Parecían hallarse las mujeres asustadas de su obra. Por fin abrieron. Ya era tarde. El médico leyó la muerte en el semblante del mozo. Era la última palidez, la que fue en aumento todavía cuando la sangre salió a cuajarones, por su boca; la que le acompañó en aquella agonía tan breve, sin que ni aún los auxilios espirituales pudiesen llegar a tiempo.
Cuando los curas vieron la imposibilidad de ayudar al pobre mozo a bien morir, se fueron a casa del párroco. No les quedaba para jugar al tresillo más que la tarde y la noche. Al día siguiente serían los funerales. ¡Demonio de broma! ¡Pues le había estropeado la partida!

FIN