Iris, la mensajera de los dioses
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Si alzara las manos podría tocar las nubes, pensó. Pero, estaba segura, su gesto desataría una feroz caída de agua, tal como había soñado.
Se sentó en su silla de paja deshilachada mientras pensaba que ese sueño no lo compartiría con nadie. Recordaba muy bien los dichos de su abuela, que le decía que los sueños se harían realidad cuando se los contara en ayunas.
De ese modo hablaba para sí misma cuando llamaron a la puerta con perentoria insistencia. Rápida, se abrochó el saco hasta el último botón y, mientras con una mano se acomodaba el pelo revuelto, con la otra abría la puerta. Junto con una ráfaga de viento helado entraron, empujándose, varias vecinas. Con sus lamentos despertaron al resto de la familia. Pronto la cocina se llenó de voces. Suplicaban a Iris que volviera a la cama para dormir otro rato y soñara qué hacer. Los truenos y relámpagos tenían a todos atemorizados. En el norte ya llovía y se olía en el aire el temporal que cercaba al caserío.
Iris los miró, gozosa. “Así que ahora mis sueños son valiosos. ¡Ajá! Quieren que les cuente lo que voy a soñar. Está bien, les daré el gusto”, pensó, entrecerrando sus ojos renegridos.
-Vaya cada uno a su casa y esperen allí. En cuanto me despierte les diré qué tienen que hacer- les aseguró, seria.
Dio media vuelta y volvió a su cama. Se tapó hasta la cabeza y se dispuso a soñar.
Cuando despertó ya no podía tocar las nubes con las manos, sino el techo de su pieza. La cama, con ella encima, flotaba a la deriva. Llamó a los demás, una y otra vez. Nadie respondió. La inundación se había llevado todo, hasta sus sueños. Había dormido en vano.
Cuando el agua bajó, por fin, Iris abandonó su pieza y en cuanto se asomó a lo que había sido la puerta de entrada a la casa, escuchó que la llamaban. Miró al cielo vacío y vio al cura en el campanario de la iglesia. La llamaba con celestial cadencia, asegurándole que solamente ella había quedado en el pueblo. Nada más que para seguir soñando.
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Si alzara las manos podría tocar las nubes, pensó. Pero, estaba segura, su gesto desataría una feroz caída de agua, tal como había soñado.
Se sentó en su silla de paja deshilachada mientras pensaba que ese sueño no lo compartiría con nadie. Recordaba muy bien los dichos de su abuela, que le decía que los sueños se harían realidad cuando se los contara en ayunas.
De ese modo hablaba para sí misma cuando llamaron a la puerta con perentoria insistencia. Rápida, se abrochó el saco hasta el último botón y, mientras con una mano se acomodaba el pelo revuelto, con la otra abría la puerta. Junto con una ráfaga de viento helado entraron, empujándose, varias vecinas. Con sus lamentos despertaron al resto de la familia. Pronto la cocina se llenó de voces. Suplicaban a Iris que volviera a la cama para dormir otro rato y soñara qué hacer. Los truenos y relámpagos tenían a todos atemorizados. En el norte ya llovía y se olía en el aire el temporal que cercaba al caserío.
Iris los miró, gozosa. “Así que ahora mis sueños son valiosos. ¡Ajá! Quieren que les cuente lo que voy a soñar. Está bien, les daré el gusto”, pensó, entrecerrando sus ojos renegridos.
-Vaya cada uno a su casa y esperen allí. En cuanto me despierte les diré qué tienen que hacer- les aseguró, seria.
Dio media vuelta y volvió a su cama. Se tapó hasta la cabeza y se dispuso a soñar.
Cuando despertó ya no podía tocar las nubes con las manos, sino el techo de su pieza. La cama, con ella encima, flotaba a la deriva. Llamó a los demás, una y otra vez. Nadie respondió. La inundación se había llevado todo, hasta sus sueños. Había dormido en vano.
Cuando el agua bajó, por fin, Iris abandonó su pieza y en cuanto se asomó a lo que había sido la puerta de entrada a la casa, escuchó que la llamaban. Miró al cielo vacío y vio al cura en el campanario de la iglesia. La llamaba con celestial cadencia, asegurándole que solamente ella había quedado en el pueblo. Nada más que para seguir soñando.