Anamaría -generosa amiga -ha corregido este texto que he llamado "Noches mágicas en la Plaza de las Palomas". Ustedes dirán...
Cuando las primeras sombras comienzan a envolver los muros del antiguo Consistorio de San Marcelo las figuras y personajes que componen la Exposición de Atuendos Populares Leoneses en el Camino de Santiago se desperezan y, lentamente, cobran vida. Durante toda la jornada han estado de pie los maniquíes y las pinturas dentro de los marcos para goce de quienes visitan la muestra y escuchan las explicaciones que Javier Emperador -etnógrafo y amante de su profesión -da a los visitantes con auténtico entusiasmo.
Las noches parecen encantadas en el edificio de la Plaza de las Palomas. Con gran sigilo, al principio, se reúnen en la sala de exposiciones las mujeres de El Páramo con las de la Maragatería y las del Bierzo, mientras un hombre se quita la capa que lo protegía de la lluvia y otros dejan en el suelo el zurrón que durante el día han tenido al hombro y la zoqueta que protege sus manos en la siega. Otro desliza sus pies de las albarcas con un gesto de cansancio. Se desperezan, agitan sus manos y masajean sus dedos envueltos en dediles. Se acerca haciendo sonar sus madreñas sobre el piso encerado una joven de Sahagún, que se niega a quitar la mantilla de misa ante el requerimiento insistente de un paisano nacido en Astorga.
Apartadas del grupo que conversa con animación cerca de la puerta de ingreso a la sala, la hija de doña María Castro le pide a su madre el collar más sencillo de todos los que adornan el pecho materno. La muchacha sabe bien que la tradición maragata es inapelable, siendo ella la hija mayor, le corresponde la imponente collarada que le será entregada el día de su boda con Manuel.
Pronto se hace silencio cuando con andar majestuoso una mujer nacida en Santa María del Páramo -según ella misma dijo -con negro mantón bordado sobre sus huesudos hombros encara con arrogancia al hombre que, salido del cuadro de Primitivo Armesto, recoge con calma la cosecha ayudado por su mujer, mientras lo observa su pequeño hijo que sostiene las riendas de una yegua mansa como su dueño. Cuando con un ademán equivocado y brusco el puño con pasamanería de la blusa de la paramesa engancha el collar de coral que la adorna, éste se corta, caen las cuentas al piso y echan a rodar deslizándose entre las patas de la vieja jaca que tira del carro con la carga. Se oyen risas burlonas, rápidamente acalladas por la voz estentórea de un hombre ataviado con traje de casamiento quien, sombrero en mano, presta su brazo para que la dama altiva salga del aprieto.
Se encienden más luces al paso de dos muchachas del Órbigo, que se detienen embelesadas frente a una vitrina que guarda napoleónica joyería, ellas suspiran ante los pendientes de plata con azabache y dicen -como al pasar -que si allí hubiera algún hombre galante, las obsequiaría con una de esas joyas. A la alegre bulla de estas mujeres se le suma un labriego que acaba de salir de un cuadro de José Vela Zanetti que, sacudiendo las briznas de trigo que han quedado prendidas a su pantalón y quitándose el sombrero de paja, ofrece un trago de vino de su bota. Los requiebros no tardaron en aparecer no bien observó el campesino que de las faldas salían las dos cintas labradas, mudo lenguaje de la soltería femenina. Aunque, de repente, todos quedan callados y expectantes cuando se oyen llantos e improperios, que no vienen sino de una anciana con gesto adusto que está presa en un collage y se ha pinchado un dedo con la rueca mientras hila incansablemente noche tras noche. Qué no daría ella por acercarse a la vitrina que guarda un retrato de su rostro joven y un par de castañuelas de marfil, que supo tocar de maravilla.
Cuando una chiquilina de los Barrios de Luna vestida con larga falda verde oscuro y pañuelo de seda a la espalda se acerca y se dispone a encender el asador de castañas, todos saben que ha llegado la hora de volver a sus sitios. A la mañana siguiente, no bien se abran las puertas de la Sala de Exposiciones del antiguo Consistorio de San Marcelo descubrirán que, inexplicablemente, hay piedras de coral esparcidas en la sala...
Cuando las primeras sombras comienzan a envolver los muros del antiguo Consistorio de San Marcelo las figuras y personajes que componen la Exposición de Atuendos Populares Leoneses en el Camino de Santiago se desperezan y, lentamente, cobran vida. Durante toda la jornada han estado de pie los maniquíes y las pinturas dentro de los marcos para goce de quienes visitan la muestra y escuchan las explicaciones que Javier Emperador -etnógrafo y amante de su profesión -da a los visitantes con auténtico entusiasmo.
Las noches parecen encantadas en el edificio de la Plaza de las Palomas. Con gran sigilo, al principio, se reúnen en la sala de exposiciones las mujeres de El Páramo con las de la Maragatería y las del Bierzo, mientras un hombre se quita la capa que lo protegía de la lluvia y otros dejan en el suelo el zurrón que durante el día han tenido al hombro y la zoqueta que protege sus manos en la siega. Otro desliza sus pies de las albarcas con un gesto de cansancio. Se desperezan, agitan sus manos y masajean sus dedos envueltos en dediles. Se acerca haciendo sonar sus madreñas sobre el piso encerado una joven de Sahagún, que se niega a quitar la mantilla de misa ante el requerimiento insistente de un paisano nacido en Astorga.
Apartadas del grupo que conversa con animación cerca de la puerta de ingreso a la sala, la hija de doña María Castro le pide a su madre el collar más sencillo de todos los que adornan el pecho materno. La muchacha sabe bien que la tradición maragata es inapelable, siendo ella la hija mayor, le corresponde la imponente collarada que le será entregada el día de su boda con Manuel.
Pronto se hace silencio cuando con andar majestuoso una mujer nacida en Santa María del Páramo -según ella misma dijo -con negro mantón bordado sobre sus huesudos hombros encara con arrogancia al hombre que, salido del cuadro de Primitivo Armesto, recoge con calma la cosecha ayudado por su mujer, mientras lo observa su pequeño hijo que sostiene las riendas de una yegua mansa como su dueño. Cuando con un ademán equivocado y brusco el puño con pasamanería de la blusa de la paramesa engancha el collar de coral que la adorna, éste se corta, caen las cuentas al piso y echan a rodar deslizándose entre las patas de la vieja jaca que tira del carro con la carga. Se oyen risas burlonas, rápidamente acalladas por la voz estentórea de un hombre ataviado con traje de casamiento quien, sombrero en mano, presta su brazo para que la dama altiva salga del aprieto.
Se encienden más luces al paso de dos muchachas del Órbigo, que se detienen embelesadas frente a una vitrina que guarda napoleónica joyería, ellas suspiran ante los pendientes de plata con azabache y dicen -como al pasar -que si allí hubiera algún hombre galante, las obsequiaría con una de esas joyas. A la alegre bulla de estas mujeres se le suma un labriego que acaba de salir de un cuadro de José Vela Zanetti que, sacudiendo las briznas de trigo que han quedado prendidas a su pantalón y quitándose el sombrero de paja, ofrece un trago de vino de su bota. Los requiebros no tardaron en aparecer no bien observó el campesino que de las faldas salían las dos cintas labradas, mudo lenguaje de la soltería femenina. Aunque, de repente, todos quedan callados y expectantes cuando se oyen llantos e improperios, que no vienen sino de una anciana con gesto adusto que está presa en un collage y se ha pinchado un dedo con la rueca mientras hila incansablemente noche tras noche. Qué no daría ella por acercarse a la vitrina que guarda un retrato de su rostro joven y un par de castañuelas de marfil, que supo tocar de maravilla.
Cuando una chiquilina de los Barrios de Luna vestida con larga falda verde oscuro y pañuelo de seda a la espalda se acerca y se dispone a encender el asador de castañas, todos saben que ha llegado la hora de volver a sus sitios. A la mañana siguiente, no bien se abran las puertas de la Sala de Exposiciones del antiguo Consistorio de San Marcelo descubrirán que, inexplicablemente, hay piedras de coral esparcidas en la sala...
Bonito e imaginativo el relato Nieves. Yo también lo visité entonces y me gustó mucho pero solo tú puedes darle ese toque mágico e irreal con el que nos deleitas. Me ha encantado su lectura, gracias
Un abrazo
Un abrazo