Bien por el autor y por todas Las Manuelas del mundo.

En Navalmoral de la Mata

Quisiera poner el relato pero no se cómo, a ver si los chicos de pueblos encuentran una forma de añadir un documento sin que haya que copiar y pegar el relato completo
Si alguien sabe como hacerlo que me lo cuente porfa

La señora Manuela
Ella es mi estrella. La quiero. Es, no sé cómo decirlo, como si fuese mi abuela pero sin
serlo. Porque parentesco, lazos de sangre, no tenemos ninguno. Es esa vecina mayor, a la que
siempre encuentras cuando la necesitas; a la que una vez, cuando yo era muy chica, le pidió
mi madre que me atendiera un momento mientras iba a hacer no sé qué, y ella, la señora
Manuela, me acogió en su casa y a mí me gustó tanto que algunas veces aprovechaba un
descuido de mi madre, me escapaba y llamaba a su puerta porque me gustaban las cosas que
tenía y me gustaba escuchar las historias que de ellas contaba mientras yo la miraba arrobada.
A mí, entonces, la señora Manuela me parecía "mayorísima". Pero a medida que fueron
transcurriendo los años y dejaba atrás la niñez, después la adolescencia y los primeros años de
la juventud, que voy consumiendo más aprisa de lo que quisiera, tengo la sensación de que
sigue igual que cuando con mi lengua de trapo la llamaba "ñora Lalela", como si el tiempo se
hubiera estancado para ella.
A lo largo de ese tiempo he llamado muchas veces a su puerta como cuando era niña y
me "colaba" en su casa. Siento como si la señora Manuela tuviera una intuición mágica para
detectar la aparición de los problemas que me planteaba la edad. Y para ofrecerme soluciones.
—A ver, siéntate y cuéntame lo que te pasa, —me decía al ver mi cara de angustia—. Y
yo se lo contaba con más confianza que con la que me atrevía a contáselo a mi madre. Cuando
alguna vez me he preguntado el porqué, he creído que era porque la señora Manuela no tenía
poder coercitivo sobre mí; escuchaba mis preocupaciones y congojas, me aconsejaba, pero yo
no me sentía obligada a nada; tenía la libertad de seguir o no su consejo.
—No. No debes hacer eso. Y no te creas que lo veo así porque soy vieja. No te vayas a
creer que yo fui vieja siempre: también pasé por tu edad y, aunque las cosas de la vida han
cambiado mucho, también tuve problemas parecidos. Y vi lo que ocurría más tarde. Eso es la
experiencia que da la vida y la mía es de largo recorrido.
La primera vez que le planteé un problema relacionado con las redes sociales me dijo:
«Mira hija, no te voy a mentir: hoy vivís situaciones que no se daban en mis años mozos, para
las que no sé si acertaré a aconsejarte bien. Habla con tu madre. Claro que ella te va a poner
límites porque te quiere y prefiere causarte un dolor menor ahora para ahorrarte el sufrimiento
de un dolor mayor que puede llegar más tarde. A lo mejor ahora no lo ves, pero no tardarás en
darte cuenta. En cualquier caso te voy a aconsejar que actúes con cautela y que no digas ni
muestres las cosas personales ni las intimidades que no quieras que conozca todo el mundo».
Cuando alguna vez me mostraba alterada por algo que no me permitían hacer sabía lo
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que me iba a decir con una cadencia sentenciosa: « ¡No te quejes..., que vives como nunca se
ha vivido..., que puedes hacer muchas cosas que antes no se podía... y que yo, ni en sueños
pude hacer!» y a continuación —porque sabía que me fastidiaba que me dijera aquello— lo
remataba con la siguiente coletilla: «y no te enfurruñes porque te diga eso, que ahora puedes ir
por donde quieras y recorrer el monte de cabo a rabo, pero no te vayas a creer que todo el
monte es orégano».
—Pero es que... —y le contaba mis quejas y ella me daba su opinión sincera, sin
tapujos, aunque supiera que iba en contra de lo que yo pensaba o quería. En esas ocasiones me
decía: « ¡Ay, niña mía! Ha habido veces que no he tenido más remedio que decir lo que los
demás querían oír. Pero a ti no te voy a engañar. A ti siempre te voy a decir las cosas como las
veo, aunque sepa que no te van a gustar».
En una ocasión, a raíz de una regañina que me habían echado en casa por haber
descuidado mis estudios por la mala influencia de uno de esos malotes de instituto que nos
pirran a las niñas cuando llegamos a cierta edad, le dije que no me importaban los estudios,
que no los necesitaba que... Ella cortó mi rosario de quejas y lamentaciones: — ¡Claro que hay
cosas que te tienen que importar! ¿Qué te crees que es la vida? Tú no eres tonta y espero que
no seas tan ilusa como para besar sapos creyendo que cualquier sapo se va a convertir en
príncipe si le besas lo suficiente.
Ese día me me marché enfadada de su casa, pero por la noche, ya acostada, me acordé
de aquello que me había dicho alguna vez: Podría decirte lo que quieres oír. Pero no te voy a
engañar; te voy a decir las cosas tal como yo las veo, aunque sepa que no te va a gustar.
Al día siguiente fui por su casa a decirle que sí, que estaba colada por aquel chico, que
eran muchas mis ilusiones... Me dejó desahogar y luego me dijo:
—Cuando llegues a mi edad te darás cuenta de que has tenido que dejar en el camino
muchas de tus ilusiones; que has tenido que hacer un montón de cosas que no te gustaban y
has tenido que renunciar a otras que sí te habría gustado o querido hacer. Y que has tenido que
esforzarte mucho para conseguir lo que te convenía; ese es un esfuerzo en el que no debes
escatimar. Y, con la perspectiva que da el tiempo, cuando mires atrás, a tu pasado, te darás
cuenta de que acertaste al renunciar a algunas cosas que, aunque hoy te apetecen, no eran lo
más adecuado».
Creo que fue aquel día cuando le dije que ella todavía estaba a tiempo de hacer realidad
cosas que le habían quedado pendientes. Me contestó que sabía bien para lo que aún estaba a
tiempo, pero que «Aunque me cueste admitirlo, soy lo bastante mayor como para saber que no
se van a cumplir todos mis sueños. Aunque no lo sea tanto como para olvidarme de ellos».
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Le dije que no presumiera de edad, que no era tan mayor como quería hacerme creer.
— ¡Qué te voy a contar! —contestó—. He alcanzado la edad en que los recuerdos me
acompañan más que las personas y las ausencias empiezan a ocupar más lugar que las
presencias.
De lo que me dijo en aquellos días de mis primeros enamoramientos lo que más
recuerdo, lo que quedó grabado en lo más profundo de mi interior, fue aquello de besar sapos.
La señora Manuela había querido ser maestra. Hizo el bachillerato y aprobó el examen
de ingreso en la Escuela Normal de Magisterio pero como las condiciones económicas
familiares no daban para tanto tuvo que conformarse con hacer un curso de secretariado por
correspondencia. Después empezó a trabajar de dependienta en una tienda de ropa, confección
y tejidos en la que hizo de todo: encargada, secretaria y contable.
Ese trabajo, el trato diario con las clientas, el ser receptora de muchas confidencias, le
dio un singular conocimiento de gustos, manías, necesidades, caprichos, problemas y
complejos y el tiempo le dio experiencia para dominar el trato con las personas y para saber
aconsejarlas acertadamente en aspectos estéticos, y muchas veces, si su prudencia no se lo
hubiera impedido, habría podido hacerlo en otros aspectos de la vida.
En aquel trabajo permaneció algo más de treinta años, hasta que los dueños decidieron
jubilarse y cerrar el comercio. Después entró a trabajar en una fábrica en la que no paró de
planchar hasta su jubilación.
La señora Manuela no tuvo hijos; sin embargo, es la abuela de todos los críos de la
vecindad, y tengo que confesar que a veces me he sentido celosa al ver que repartía cariño con
otros que no eran yo.
Cuando marché para empezar mis estudios en la universidad fui a despedirme de ella y
a decirle que la iba a echar mucho de menos: «No te preocupes por otra cosa que no sean tus
estudios. Quiero verte con tu título. Después podré morirme sintiéndome una jovencita de
noventa y cinco años. Prométeme que vas a acabar antes de que me convierta en una
reliquia».
Cuando le dije que no hablara de la muerte me dio otra hermosa lección: «Tendría
miedo a morir si no hubiera sentido nunca el amor verdadero, pero tengo la certeza de que mi
vida ha merecido la pena porque tuve a mi lado a alguien para quien yo era lo más
importante».
En aquel momento no se me ocurrió decirle que somos muchas las personas para quien
hubo momentos en los que ella fue lo más importante.
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Sabéis: Pienso que no hace falta hacer cosas extraordinarias para ser una estrella. Ella es
la mía. Pueden decirme que la señora Manuela es una persona corriente, que no ha hecho nada
extraordinario, nada fuera de lo normal. Y es verdad. Puede que no pudiera cumplir muchas
de sus metas. No pudo ser maestra. Se casó y un accidente la dejó viuda demasiado pronto.
Viuda y sin hijos. Perdió su trabajo a una edad difícil y tuvo que agarrarse al que pudo, muy
por debajo de sus cualidades y capacidad. Sin embargo es esa persona que, sin haber sido bien
tratada por la vida, ha sabido sobrellevar los imponderables y conservar las ilusiones; que
reparte cariño a todo su alrededor y que desborda buen juicio y sentido común.
Sí. Será una mujer normal y corriente, como tantas otras, pero a mí, cuando llegue a su
edad, me gustaría ser como ella.
José

Bien por el autor y por todas Las Manuelas del mundo.