II PARTE DE LUCERITO
convencerlo y subirlo a la parte trasera del autobús.
Afortunadamente ni el conductor ni ninguno de los pasajeros se dieron cuenta. Tras arrancar el coche no hubo ningún incidente hasta que llegaron a Soto y Amio. Allí, cuando Emiliano paró a recoger a dos vecinos más del pueblo y a un sobrino de Ferreras que iba a León porque al día siguiente empezaba a trabajar en una empresa de la capital, no sé si porque se habían acabado ya las zanahorias o porque se había mareado después de tanto ajetreo y tanta curva, Lucerito empezó a ponerse nervioso, a tratar de separarse de la compañía de aquellos nuevos amigos que se había echado, y que tan empalagosos se ponían. Tanta fue su desazón que acabó por dar rienda suelta a su naturaleza cagando y meando encima de los asientos y del piso del coche. En su agitación empezó a pisar sus deposiciones y a formar un cenagal que enseguida se convirtió en pista de patinaje en la que comenzó a resbalar hasta caer al suelo; ya cabreado solo encontró una manera de demostrar su enojo: repartir coces a diestro y siniestro. Esto ya no pasó inadvertido ni para el conductor ni para el resto del pasaje organizándose una escandalera adobada con los gritos del conductor, el susto del personal, los rebuznos y coces del animal, las voces de nuestros amigos y el ataque de risa histérica de Lupina. El conductor paró el coche, momento que nuestros amigos aprovecharon para, ¡sálvese quien pueda!, escapar de allí. El pollino, que vio la puerta abierta, salió de estampida corriendo como un purasangre capaz de competir en cualquiera de los grandes premios del Hipódromo de la Zarzuela. Podemos imaginar la escena, con un burro con unas enormes bragas blancas en la cabeza corriendo como alma que lleva el diablo, seguido muy de lejos por una pandilla de chavales vestidos de domingo, temerosos de que se les escapara, seguidos a su vez a media distancia por Lupina, que aquejada de un ataque de risa floja no podía seguirles el ritmo y detrás, bastante más lejos, por el cabreado conductor del autobús de la Empresa Fernández que gritaba y juraba que sabía quienes eran y que les iba a denunciar a todos a la Guardia Civil de la Magdalena.
Y por más y más que corrían estos, más y más corría y se alejaba el jumento.
Por fortuna Lucerito corría en dirección a Canales y los muchachos, que vieron que a correr nunca le iban a ganar, decidieron tranquilizarse y continuar a reposado paso. Horas más tarde, justo a la entrada de Quintanilla lo alcanzaron nuestros amigos, ya sosegado y pastando tranquilamente acuciado por el hambre.
Sin parar a descansar (este fue su gran error) apremiados por las ganas de llegar a Canales y acabar de una vez con su misión, cogieron al burro por las riendas y tiraron de él emprendiendo el regreso a casa.
Pero no habían caminado ni un kilómetro cuando el asno decidió, en medio de la Vega Grande, que no daba ni un paso más. No sé si abatido por el hambre, por la carrera que se había pegado o por la suma de todos los acontecimientos acumulados en el día, el burro, derrengado en el suelo, dijo “No. Ni un paso más”.
Y ya sabéis lo necios que son los burros. Y mira que nuestros chicos insistieron. Por las buenas y por las malas, rogándole, prometiéndole las mejores berzas y zanahorias de la huerta de Canales, amenazándole, empujándole. Nada, que no. En fin, así fueron pasando los minutos y casi una hora y la situación seguía igual.
convencerlo y subirlo a la parte trasera del autobús.
Afortunadamente ni el conductor ni ninguno de los pasajeros se dieron cuenta. Tras arrancar el coche no hubo ningún incidente hasta que llegaron a Soto y Amio. Allí, cuando Emiliano paró a recoger a dos vecinos más del pueblo y a un sobrino de Ferreras que iba a León porque al día siguiente empezaba a trabajar en una empresa de la capital, no sé si porque se habían acabado ya las zanahorias o porque se había mareado después de tanto ajetreo y tanta curva, Lucerito empezó a ponerse nervioso, a tratar de separarse de la compañía de aquellos nuevos amigos que se había echado, y que tan empalagosos se ponían. Tanta fue su desazón que acabó por dar rienda suelta a su naturaleza cagando y meando encima de los asientos y del piso del coche. En su agitación empezó a pisar sus deposiciones y a formar un cenagal que enseguida se convirtió en pista de patinaje en la que comenzó a resbalar hasta caer al suelo; ya cabreado solo encontró una manera de demostrar su enojo: repartir coces a diestro y siniestro. Esto ya no pasó inadvertido ni para el conductor ni para el resto del pasaje organizándose una escandalera adobada con los gritos del conductor, el susto del personal, los rebuznos y coces del animal, las voces de nuestros amigos y el ataque de risa histérica de Lupina. El conductor paró el coche, momento que nuestros amigos aprovecharon para, ¡sálvese quien pueda!, escapar de allí. El pollino, que vio la puerta abierta, salió de estampida corriendo como un purasangre capaz de competir en cualquiera de los grandes premios del Hipódromo de la Zarzuela. Podemos imaginar la escena, con un burro con unas enormes bragas blancas en la cabeza corriendo como alma que lleva el diablo, seguido muy de lejos por una pandilla de chavales vestidos de domingo, temerosos de que se les escapara, seguidos a su vez a media distancia por Lupina, que aquejada de un ataque de risa floja no podía seguirles el ritmo y detrás, bastante más lejos, por el cabreado conductor del autobús de la Empresa Fernández que gritaba y juraba que sabía quienes eran y que les iba a denunciar a todos a la Guardia Civil de la Magdalena.
Y por más y más que corrían estos, más y más corría y se alejaba el jumento.
Por fortuna Lucerito corría en dirección a Canales y los muchachos, que vieron que a correr nunca le iban a ganar, decidieron tranquilizarse y continuar a reposado paso. Horas más tarde, justo a la entrada de Quintanilla lo alcanzaron nuestros amigos, ya sosegado y pastando tranquilamente acuciado por el hambre.
Sin parar a descansar (este fue su gran error) apremiados por las ganas de llegar a Canales y acabar de una vez con su misión, cogieron al burro por las riendas y tiraron de él emprendiendo el regreso a casa.
Pero no habían caminado ni un kilómetro cuando el asno decidió, en medio de la Vega Grande, que no daba ni un paso más. No sé si abatido por el hambre, por la carrera que se había pegado o por la suma de todos los acontecimientos acumulados en el día, el burro, derrengado en el suelo, dijo “No. Ni un paso más”.
Y ya sabéis lo necios que son los burros. Y mira que nuestros chicos insistieron. Por las buenas y por las malas, rogándole, prometiéndole las mejores berzas y zanahorias de la huerta de Canales, amenazándole, empujándole. Nada, que no. En fin, así fueron pasando los minutos y casi una hora y la situación seguía igual.