"LA CHITA" Y LA CURVA DEL MARAGATO
Enviado por: Yolanda González López
Una historia divertida
En Canales hace ya algún tiempo, vivía un hombrecillo pequeño, flaco, poquita cosa, apodado "La chita".
Nada haría suponer que habría de perdurar en la memoria del pueblo por su insignificancia, por su vida tan monótonamente cotidiana, sin relevancia ni brillo, nada especial, totalmente rutinaria.
Pero si se pregunta por él a los vecinos de ese pueblo, aunque no le hayan conocido personalmente, exclamarán con una sonrisa:
- ¡Ah, sí, "La Chita"! ¡Qué personaje! y seguirán contando: ¿Recordáis los tomos de hielo que se formaban durante el invierno en la curva del Maragato? Como la carretera hace curva y además está en cuesta, y quedando como queda en umbría permanente la "resbaleta" era inevitable. Justo enfrente y en el muro de la placita de la carnicería (en aquella época la farmacia) se sentaban siempre unos cuantos desocupado para ver y celebrar los costalazos que se daban los que tenían que pasar por allí. Hasta llevaban cuenta del número de morradas por día y por persona, que más de uno al tratar de levantarse, podía volver a caer varias veces consecutivas. Para más morbo, en la casa que hace esquina o sea la del Maragato, había un "perro lobo" de singular mala leche, que se abalanzaba ladrando sobre los peatones que pasaban con todo el cuidado para no caer y no hacer el ridículo ante la mirada expectante de los mirones del muro. Y lo que a veces no hubiera conseguido por sí solo el hielo, lo conseguía el ataque combinado de hielo y perro.
Ocurrió que uno de aquellos días el peatón era "La Chita". Bajaba el hombre con la mayor precaución, erguido en lo que podía, tratando de no dar un gustazo a los guasones espectadores. En aquel momento salió el perro ladrando y derrapando, tratando de saltar sobre él. Con el susto, su caída fue inevitable, arrastrando con él al animal y patinando ambos por el suelo helado, hechos un revoltijo de piernas, patas, brazos y rabo.
Aquella caída había sido la enésima de aquella mañana, por lo que nadie la habría recordado a los pocos días si no hubiera sido por la singularidad de lo que ocurrió después.
Cuando se detuvieron, encontró el hombre frente a su nariz el arrugado y fiero hocico del perro, gruñendo, babeando, enseñando sus enormes dientes;
A su vez el perro vio unos ojos horrorizados, desmesuradamente abiertos, a menos de diez centímetros de los suyos. Se sentía poderoso, casi omnipotente, al percibir en su nariz el olor del miedo del ser humano que estaba bajo él y a su merced.
Estando perro y hombre en tal situación, seguro, firme, dominador el primero y presa de un pánico irresistible el segundo al sentir sobre él al animal que en su mente había adquirido las dimensiones de una vaca y la peligrosidad de un dragón, "La Chita" soltó un gritó despavorido, con potencia tal, que, de haberle oído, hubiera despertado la envidia del mismísimo Tarzán.
El feroz perro se halló repentinamente con una descomunal y amenazadora boca abierta frente a sí, emitiendo el más ensordecedor alarido que jamás había llegado a sus orejas. No es que flaqueara el valor del can, no; es que desapareció del todo. Y transformado de feroz y prepotente perro en atemorizado animalillo, presa de un miedo insuperable, resbalando, cayendo, medio arrastras, huyó, aterrorizado, con el rabo entre las patas, emitiendo lastimeros aullidos.
A partir de aquel día, cuando "La Chita" pasaba por allí, el perro agachaba la cabeza, encogía sus cuartos traseros, y prudente o desconfiado, se escondía dentro de la casa.
Enviado por: Yolanda González López
Una historia divertida
En Canales hace ya algún tiempo, vivía un hombrecillo pequeño, flaco, poquita cosa, apodado "La chita".
Nada haría suponer que habría de perdurar en la memoria del pueblo por su insignificancia, por su vida tan monótonamente cotidiana, sin relevancia ni brillo, nada especial, totalmente rutinaria.
Pero si se pregunta por él a los vecinos de ese pueblo, aunque no le hayan conocido personalmente, exclamarán con una sonrisa:
- ¡Ah, sí, "La Chita"! ¡Qué personaje! y seguirán contando: ¿Recordáis los tomos de hielo que se formaban durante el invierno en la curva del Maragato? Como la carretera hace curva y además está en cuesta, y quedando como queda en umbría permanente la "resbaleta" era inevitable. Justo enfrente y en el muro de la placita de la carnicería (en aquella época la farmacia) se sentaban siempre unos cuantos desocupado para ver y celebrar los costalazos que se daban los que tenían que pasar por allí. Hasta llevaban cuenta del número de morradas por día y por persona, que más de uno al tratar de levantarse, podía volver a caer varias veces consecutivas. Para más morbo, en la casa que hace esquina o sea la del Maragato, había un "perro lobo" de singular mala leche, que se abalanzaba ladrando sobre los peatones que pasaban con todo el cuidado para no caer y no hacer el ridículo ante la mirada expectante de los mirones del muro. Y lo que a veces no hubiera conseguido por sí solo el hielo, lo conseguía el ataque combinado de hielo y perro.
Ocurrió que uno de aquellos días el peatón era "La Chita". Bajaba el hombre con la mayor precaución, erguido en lo que podía, tratando de no dar un gustazo a los guasones espectadores. En aquel momento salió el perro ladrando y derrapando, tratando de saltar sobre él. Con el susto, su caída fue inevitable, arrastrando con él al animal y patinando ambos por el suelo helado, hechos un revoltijo de piernas, patas, brazos y rabo.
Aquella caída había sido la enésima de aquella mañana, por lo que nadie la habría recordado a los pocos días si no hubiera sido por la singularidad de lo que ocurrió después.
Cuando se detuvieron, encontró el hombre frente a su nariz el arrugado y fiero hocico del perro, gruñendo, babeando, enseñando sus enormes dientes;
A su vez el perro vio unos ojos horrorizados, desmesuradamente abiertos, a menos de diez centímetros de los suyos. Se sentía poderoso, casi omnipotente, al percibir en su nariz el olor del miedo del ser humano que estaba bajo él y a su merced.
Estando perro y hombre en tal situación, seguro, firme, dominador el primero y presa de un pánico irresistible el segundo al sentir sobre él al animal que en su mente había adquirido las dimensiones de una vaca y la peligrosidad de un dragón, "La Chita" soltó un gritó despavorido, con potencia tal, que, de haberle oído, hubiera despertado la envidia del mismísimo Tarzán.
El feroz perro se halló repentinamente con una descomunal y amenazadora boca abierta frente a sí, emitiendo el más ensordecedor alarido que jamás había llegado a sus orejas. No es que flaqueara el valor del can, no; es que desapareció del todo. Y transformado de feroz y prepotente perro en atemorizado animalillo, presa de un miedo insuperable, resbalando, cayendo, medio arrastras, huyó, aterrorizado, con el rabo entre las patas, emitiendo lastimeros aullidos.
A partir de aquel día, cuando "La Chita" pasaba por allí, el perro agachaba la cabeza, encogía sus cuartos traseros, y prudente o desconfiado, se escondía dentro de la casa.