LA PISADA DEL MORO
Entre dos olas de tierra verde y acribillada de arbustos -roble y tejo- estaba a medio tender la comba de un valle silencioso y solitario.
La herida de una fuente sangraba hirba de color de abril, y en su fría humedad se balanceaba como un náufrago un cuerno de vaca con leche de cbra. Arriba, muy alto, un rebañode animales caprinos mancahba su cuerpo en las llamaradas de un sol, que aquel día no se levantaba redondo sino alargado como un horizonte. El cabrero, hosco y renegrido, con la pipa en llamaradas, como una postal francesa de "Mendiant", atronaba los aires con gritos sin posible reproducción gráfica o idiomática. Tan roncos eran, que parecían salidos de un pulmón enrome que arrancado del tórax, vocease de su sitio, al aire libre.
Un perro lanudo, inteligente -todo lo "inteligente" que puede ser un animal irracional-, sacado, diriase, del "Coloquio de los Perros" de don Miguel de Cervantes, dejaba entre los tallos marginales de los senderos mechones blanquecinos de pelo, como una oveja sin esquilar. Le llamaba "Chulo". Y le cuadraba mal el nombre, porque no lo era.
Haciendo el "tiple" de aquel concierto, un zagal -una vez más el idílico nombre del "zagal"- con los años en menor número que los dedos de sus débiles manos, se preocupaba más de la merienda que portaba en su zurrón espaldero, que de la bucólica tarea de conducir el rebaño y de beber los colores y las escenas que se le ofrecían gratis entre los bastidores de la naturaleza.
Pedro "el Tumboilo", Pepón "Mandinga" y el "Chulo" eran los tres personajes que con no menos prestancia que viejos Títiros o Melibeos, componían aquella pastoril mañana. Y en la ladera, como una imagen en capillade madera, la peña legendaria llamaba la atención con su contenido. Era un leve saliente plomizo, vestido con los imperceptibles líquenes de las edades, como gotas de cera caídas de un velón amarillo, que amasasen abejas con alas de seda. En su parte más alta -acaso, para los sabios, un "petroglifo"- aparecía en profundo relieve una pisada de hombre colosal, una huella de la agrandada anatomía de una planta de gigante.
Y en torno a tal descomunal pisada había nacido la siguiente leyenda: -... Cuando los moros andaban por estas tierras, tenían como jefe a un capitán grandon, grandón... más que aquel roble de la collada. Aquí se libró una gran batalla entre moros y cristianos. Y el capitán, que desde la peña contemplaba la pelea, al ver que sus hombres caían al suelo y eran vencidos, clamando, en su desesperación, a Alá y a su profeta, piso tan fuertemente en la roca, que allí quedó muy ahondada la huella de su pie para perpetuo testimonio.
MANUEL RABANAL
HAZ DE CUENTOS PAVOROSOS (De mis tierras de León) 1979
Entre dos olas de tierra verde y acribillada de arbustos -roble y tejo- estaba a medio tender la comba de un valle silencioso y solitario.
La herida de una fuente sangraba hirba de color de abril, y en su fría humedad se balanceaba como un náufrago un cuerno de vaca con leche de cbra. Arriba, muy alto, un rebañode animales caprinos mancahba su cuerpo en las llamaradas de un sol, que aquel día no se levantaba redondo sino alargado como un horizonte. El cabrero, hosco y renegrido, con la pipa en llamaradas, como una postal francesa de "Mendiant", atronaba los aires con gritos sin posible reproducción gráfica o idiomática. Tan roncos eran, que parecían salidos de un pulmón enrome que arrancado del tórax, vocease de su sitio, al aire libre.
Un perro lanudo, inteligente -todo lo "inteligente" que puede ser un animal irracional-, sacado, diriase, del "Coloquio de los Perros" de don Miguel de Cervantes, dejaba entre los tallos marginales de los senderos mechones blanquecinos de pelo, como una oveja sin esquilar. Le llamaba "Chulo". Y le cuadraba mal el nombre, porque no lo era.
Haciendo el "tiple" de aquel concierto, un zagal -una vez más el idílico nombre del "zagal"- con los años en menor número que los dedos de sus débiles manos, se preocupaba más de la merienda que portaba en su zurrón espaldero, que de la bucólica tarea de conducir el rebaño y de beber los colores y las escenas que se le ofrecían gratis entre los bastidores de la naturaleza.
Pedro "el Tumboilo", Pepón "Mandinga" y el "Chulo" eran los tres personajes que con no menos prestancia que viejos Títiros o Melibeos, componían aquella pastoril mañana. Y en la ladera, como una imagen en capillade madera, la peña legendaria llamaba la atención con su contenido. Era un leve saliente plomizo, vestido con los imperceptibles líquenes de las edades, como gotas de cera caídas de un velón amarillo, que amasasen abejas con alas de seda. En su parte más alta -acaso, para los sabios, un "petroglifo"- aparecía en profundo relieve una pisada de hombre colosal, una huella de la agrandada anatomía de una planta de gigante.
Y en torno a tal descomunal pisada había nacido la siguiente leyenda: -... Cuando los moros andaban por estas tierras, tenían como jefe a un capitán grandon, grandón... más que aquel roble de la collada. Aquí se libró una gran batalla entre moros y cristianos. Y el capitán, que desde la peña contemplaba la pelea, al ver que sus hombres caían al suelo y eran vencidos, clamando, en su desesperación, a Alá y a su profeta, piso tan fuertemente en la roca, que allí quedó muy ahondada la huella de su pie para perpetuo testimonio.
MANUEL RABANAL
HAZ DE CUENTOS PAVOROSOS (De mis tierras de León) 1979