A LA LUZ DEL CANDIL...

A LA LUZ DEL CANDIL

Al primer rayo de luz, Luis se tiro de la cama, sin hacer ruido. María sobresaltada pregunto:
- ¿Luis estas malo? ¿Qué te pasa?
-Duerme María es pronto.
Luis se vistió rápidamente, con cuidado, no quería que nadie más se despertara. Le dio un beso a María y le dijo:
-No me esperes en toda la mañana.
Saliendo con cuidado de la habitación que compartía con su mujer, no sin antes mirar a ver si su hija dormía. Viéndola dormidita tan indefensa y chiquita le dio ánimos a hacer lo que llevaba rumiando los últimos días.
Bajo a la cuadra donde estaba el caballo de su suegro, pues él ni eso tenía. Le echo un poco de paja que serró en el trozo de guadaña que tenían en el pajar para tal menester, se la envolvió con un poco de harina de centeno. Mientras el caballo desayunaba él fue al cajón de la mesa y sacó un rebojo de pan de centeno al que untó un poco de tocino, de la ración del día anterior juntó con un trago de vino. Ensilló al caballo, se puso la capa de paño y el pasamontañas. Montó en el caballo y enfiló por las desiertas calles perseguido por los ladridos de los perros del pueblo. La mañana era fría una ligera capa de nieve nos recordaba que el invierno nos estaba rondando. Luis se recompuso la capa, se metió las riendas del caballo debajo de la tapadura, para guarecerse las manos que ya empezaban a quedársele heladas. Al cabo de una hora de viaje, cuando empezaba a no sentir los pies, de lo helados que los tenía. Se apeó del caballo y continuó andando. Al entrar en las primeras casas de Canales ya empezaba a sentir un ligero hormigueó en los pies señal de que ya había entrado en calor. Hacía la mitad del pueblo ya vio una cuadrilla de trabajadores que venían de la mina Carmen. Eran del turno de la noche que regresaban del tajo. Los saludo y les preguntó por el capataz.
Uno de ellos un poco más joven le pregunto si buscaba trabajo.
-Sí, vivo en casa de mis suegros y somos tres y lo que venga.
-Eso, nos pasa a todos, contesto otro de ellos.
_ Creo que necesitan a alguien para cubrir las bajas del otro día.
- ¿Dé qué bajas habláis?
¿No has oído del derrumbé de hace cuatro días?
A Luis le temblaban las piernas su mayor miedo era ese. El saber que un día podría no salir con vida de la mina. Se sobrepuso como pudo sin dejar que nadie oliera el miedo que tenía. Él siempre había trabajado en el campo, pero la situación era desesperada. Hacía dos años que se había casado con María eran aun muy jóvenes, pero se querían mucho. No pensaron en que la vida era mucho más que quererse. Ese dicho de que contigo pan y cebolla al principio pudo valer pero al nacer la niña, la vida se complico más de la cuenta. María al principio había ido a vivir con él a su pueblo a casa de su madre y su hermana. Su mujer pronto se vio ninguneada por las dos mujeres que no tardaron en sacarle todos los defectos habidos y por haber. Entonces se vio obligado a irse para casa de los padres de María, donde las cosas se estabilizaron y no encontró más que apoyo. Mas la situación económica en casa de los suegros era muy apurada, María era la mayor de cuatro hermanos, en casa las sobras eran pocas. Él ya llevaba mucho tiempo rumiando el buscar otro trabajo.
-Bueno espero tener suerte y que consiga trabajo, dijo Luis a templando la voz.
- Dile que vas de parte nuestra, de Juanon y Tronchas le dijeron dos de ellos.
- Bueno gracias y adiós.
Luis siguió camino con destino a la bocamina donde preguntó por el capataz, éste le dijo que le esperaba al día siguiente, en el turno de la noche.
Luis regresó a casa, donde llego antes de comer. A María no le hizo mucha gracia la noticia, pero él supo animarla.
El primer día de trabajo, cuando descendió, junto con los demás compañeros, tuvo una sensación de claustrofobia, que no se le quitó en toda la jornada. El verse encerrado en un túnel y el polvillo del carbón no ayudaron mucho. Le habían puesto con Tronchas, que era uno de los mejores picadores. Tenía que retirar el carbón que el picador iba picando y cargar una vagoneta, que otro arrastraba, con unas mulas, hasta la salida. Al acabar el turno, partía con el caballo de su suegro otra vez de regreso hasta Formigones, donde le esperaba María y la niña. Se acostaba hasta la hora de comer y luego ayudaba a su suegro con las tareas del ganado, aunque al ser ya invierno quedaba poco trabajo por hacer. Algún prado que acabar de barrer las hojas, cortar leña y guardarla para el fuego. Así estuvo hasta que nació el segundo hijo es decir siete meses después de la entrada en la mina. Con el dinero ahorrado pudo alquilar un piso en Canales y llevarse con él a María y a sus hijos. En los siguientes años se fue acostumbrando al trabajo en la mina. A él no le gustaba la bebida ni la juerga, bastante difícil era estar todo el día bajo tierra para malgastar el dinero en beber, como hacían algunos de sus compañeros, él alquilo una huerta, donde plantaba lo necesario para la subsistencia y además estaba entretenido cuando no trabajaba.
María, que era también muy trabajadora enseguida encontró trabajo en un bar que daban comidas. Con el esfuerzo de los dos consiguieron hacer una pequeña casa en La Magdalena, en la que criaron a los dos hijos. En los años sesenta cuando la mina empezó a ir mal, muchos de los compañeros hicieron cursos, para aprender otro oficio. María había visto un traspaso de un bar en León, decidió cogerlo, así sacar a Luis de la mina y trabajar los dos en él.
La familia se trasladó para León. Mas nunca olvidaron la casa de La Magdalena, que tanto esfuerzo les costo, ni él, se arrepintió de la decisión tonada aquel frío día hace sesenta años.

Margarita Carro González