AQUEL FUE NUESTRO MINERO…...

AQUEL FUE NUESTRO MINERO

Hablar de minas es hablar de mineros. Las minas han muerto, pocas quedan y poca atención se las presta. Todo lo sucedido ha sido la crónica de una “muerte anunciada”. De las minas se puede escribir cualquier día, y tantas cosas, pero para escribir de el que fue “nuestro minero”, es idóneo este día, con el calor como el de estas fechas y entre gentes que arropen nuestros recuerdos y los entiendan, como para hacernos un hueco en esta convocatoria literaria.
Los mineros nunca mueren, porque en compensación con los pocos años que ellos han vivido, en algunos casos, y lo mal que lo han pasado cuando la vida les ha sido generosa en el tiempo, en compensación digo, quedan los recuerdos y los sentimientos que han dejado en los que les tuvimos cerca y vivimos la minería a través de ellos.
Mi padre fue minero, minero en Villablino?, qué más da. Es como si quisiéramos ver alguna diferencia entre minas y minas, de su época todo era igual en cualquier parte donde se movieran. Son recuerdos color sepia. Color sepia su esponja tapando la cara, la lámpara de carburo, las madrugadas los anocheceres. A veces el sepia se torna en negro negrísimo como lo son sus horas de encierro en el pozo.
Mi padre, tenía en la piel el mapa de su existencia, lo recuerdo muy bien. Cuando quería seguir mirándole aquellos ojos tan bonitos, tan oscuros…, no podía hacerlo durante mucho tiempo, porque la mirada se perdía paseando entre las líneas negras. Las líneas a veces eran rectas y cortas o algo más anchas y las tenía en manos, antebrazos y alguna en la frente. Supe pronto que dentro de esas líneas negras había carbón que quedó enterrado en las cicatrices de alguna herida antigua.
Había estado en África y cantaba “…treinta y tres moritas tiene el Moro Juan…”, y poco repertorio musical más conocía. Nos lo cantaba tantas veces a lo pequeños, que todos lo conocíamos. Y también sabíamos que no le gustaba nada el “Cara al Sol”, ni “El Nodo”, cuando iba al cine con mi madre.
Yo tenía trenzas, y que se conozca, ha sido el minero que mejores trenzas ha hecho, y con doble mérito, porque nunca encontrábamos la goma que sujeta el final de una trenza y él tenía sus propios métodos, como hilos, hierba, trocitos de materiales blandos que él improvisaba o una especie de nudo final con el propio pelo, que en ninguno de los casos daba buen resultado y las trenzas se desmoronaban dando lugar a una especie de peinado propio consistente en melena ondulada de un lado y trenza floja de otro.
Contar esto, es para mi un bálsamo y para él un homenaje, porque, era tanto el mérito de ver un hombre feliz, divertido, risueño, mientras se movía entre su gente, y saberle ocupados sus pensamientos en el recorrido diario a la mina, tantos años a pie y luego en aquel viejo camión que en invierno les devolvía a casa con hielo en las cejas y las manos rígidas y moradas. Pensaba en la jaula que cada día le metía en el agujero, en los compañeros enterrados en el último derrumbe, en los compañeros silicosos ya, o en camino de estarlo. Él se sabía caminando a un futuro similar, no sabía ni como ni por qué, pero sabía que sería pronto.
Por eso, sus pocos ratos de ocio, después de la mina, las trenzas, los hijos que seguían llegando (tuvo cinco hijos y un embarazo de gemelos que no llegó al final), el tiempo que dedicaba a partir la leña del párroco del pueblo (que ni agradecido ni pagado…), mi padre, se acercaba al bar a tomar un vinito con los amigos. Y algunas veces se acercaba a las oficinas de la Empresa a pedir un anticipo para llegar a fin de mes.
El día del “economato” en casa era un día especial pero agridulce. Mi madre sabía que en “el economato” les daban aquello que necesitaban y se lo descontaban del sueldo, pero si había anticipo y habíamos conseguido comida, ya no había sueldo que cobrar.
Ella le quería de una forma brutal y precipitada. Quería parar el tiempo y las circunstancias, porque cada día la vida, los besos, las miradas y lo que era peor los diagnósticos médicos, la estaban acercando a un precipicio por el que sabía nos iríamos todos, cada cual rodando en dirección distinta y con secuelas diferentes.
Por eso empezó a trabajar en pequeños trabajos que la podían producir algún ingreso en dinero o en especies. A veces no acertaba y se la pagaba en agradecimientos. Hay que tener en cuenta que mi madre ya tenía en aquel momento un hermano en muy buena posición económica, otro hermano estudiando medicina, tres hermanas bien casadas y una cuarta muy bien relacionada. Todo ello, hacía pensar en el pueblo que mi padre podía ser un poco vago (porque decían que en la mina se refugiaba mucho vago que en la oscuridad del pozo echaban horas pero no se mataban trabajando).
Y la vida de mi padre estaba limitada, como lo está la extensión de este relato. Y llegó a su fin, con cuarenta y dos años.
CAOS. Madre con mucho orgullo que no quiere aceptar que se la mantenga y se lanza a la vida sola con sus cinco hijos, con mucho trabajo y poco tiempo hasta para llorar.
Yo, la cuarta de sus hijos y la pequeña de las chicas, salté de un colegio a otro, donde me buscaban “plaza de huérfana en colegio bueno”, donde las noches y los días eran tristes pero me sentía afortunada de ser tan “especial conservando recuerdos”. Porque yo entonces pensaba que la gente casi no pensaba en nada. Como no se lo notaba en la cara y siempre se hablaba tanto de cosas sin interés….
Y yo tenía tan claro todo lo que me contó mi padre y todo lo que viví a su lado. Mira niña, me decía:
“…No te asustes más de la mina, recuerdas cuando asomaste?. Yo te dije mira qué bonita es la entrada, se llama “boca mina” es como si entras al mundo de los hadas que tanto que gustan pero de las hadas que viven bajo tierra. Yo mantenía los ojos muy abiertos y apenas hablé. Sólo cuando me preguntó que pensaba, le dije “… ¡qué derechitas están las maderas y como brillan los raíles!…No podía decirle el miedo que me daba pensar que entrara allí cada día, decirle también que ya no soñaba con hadas, que cada día imaginaba las tripas negras de ese pozo y a él dentro…”.

Qué pena siento mientras escribo, pero esto es un pequeño homenaje a mi padre, porque mientras lo hago le recuerdo una vez más.
Hace muchos años, cuando se empiezan a escribir poemas de amor, escribí algo para él, para mi padre, que voy a intentar recordar aunque sea un trocito:
“…Mi padre fue Minero. Era mi gigante de alma tierna, manos blancas que acarician y tan marcadas por cicatrices del carbón. Sale al alba, llega de noche, con la lámpara de carburo y aquel traje de mahón.
Hurgando en las entrañas de la tierra, las piedras de carbón fué arrancando; que calientan las cocinas de caciques, y en su casa él y los suyos tiritando.
Yo le digo, por qué respiras el aíre padre?! Por qué si te está matando. Por qué si en menos de cuatro años enterraste a dos hermanos?. Llévame contigo Padre!, te decía, no me sueltes de la mano. No dejes que cuando piense, piense en frío, negro y sin sentirte a mi lado….”.
MINEROS, fueron INDIGNADOS mudos, que murieron resignados.

Blanca Martín Álvarez