LA FORJA DE UN HÉROE...

LA FORJA DE UN HÉROE

Después de la nieve, la niebla. Una densa capa gris se espesaba entre los árboles, y al otro lado, amortiguados, fantasmales, próximos, retumbaban los cañones del enemigo. La conspiración contra aquel bárbaro destacamento francés había comenzado. El hiriente recuerdo de aquellos bastardos aniquiladores estremeció a Froilán Blanco agarrándose a su fusil sin munición. Caló la bayoneta con los dedos ateridos y se acurrucó junto al tronco de una carrasca esperando ver emerger en cualquier momento las sombras que se unirían a su secreto plan.
La mina “El Carmen”, el mejor y más floreciente yacimiento minero de la comarca leonesa, había sido colonizada por un batallón de miserables franceses que explotaban sus recursos al compás de sus múltiples caprichos. Pero el pueblo montañés se defendía con valentía anhelando recobrar lo que siempre había sido suyo, y contraponía su sagaz astucia a la brutalidad del enemigo, una forma rudimentaria de violencia que en ocasiones hacía añicos la refinada violencia del invasor.
Los emboscados se miraban entre sí, en aquella fría y oscura noche invernal. Froilán Blanco, como jefe de mando de una pequeña cuadrilla compuesta por once hombres, cinco de Canales, y seis de la Villa montañosa de La Magdalena, juraron hacer frente aquel batallón de malhechores que había conquistado el mejor techado minero de todo el norte peninsular. La inmoralidad de semejante afrenta había quedado patente, la injusticia era demasiado cínica para soportar aquella difícil situación que había degenerado en un ambiente de hambruna y miseria. La reconquista de la mina, sus tesoros incrustados en la profundidad de la tierra, que eran el sustento de ellos y sus familias habían de volver de nuevo a su antiguo patrón. Por ellos lucharían hasta la extenuación. “Muertos sí, pero esclavos no”, mascullaba con inusitada rabia Froilán Blanco, jefe de la expedición y propietario de varios pozos. El grupo de los doce partió de La Robla siguiendo la ruta de los valles. La montaña era su mejor conocido elemento, y los caminos que a ella llevaban estaban apestados de borrachos franceses que celebraban su triunfo. Habían conquistado el norte de España, desde el valle del Ebro hasta la cuenca del Miño, la cuenca minera de los ríos Sil y Luna, los montes de Palencia, la comarca de Babia, Las Médulas bercianas, así como numerosas aldeas y ciudades que habían sido arrasadas por doquier.
Froilán Blanco, agazapado en la entrada de la Bocamina, observaba sin ser visto por el estrecho hueco que había entre la loma de la montaña y la tierra caída. Ahora recordaba allí junto al pozo, como si fuera una pesadilla, el momento en que dio la orden de reemprender la marcha después de un alto en el riachuelo. Aún no habían dado cien pasos cuando una muralla de plomo les salió a su encuentro. Los gritos de los guerrilleros y el bramido de la pólvora devoraron los gemidos de los moribundos, así como sus propias órdenes contradictorias de formación y retirada, de cargar y salir corriendo. Por descuido, cayó al suelo casi al final de la reyerta, pero se levantó con suma rapidez y luchó con vilipendio como el que más en aquella encarnizada lucha de supervivencia. Después de muerto el último francés, los guerrilleros empezaron con el registro de cadáveres y el saqueo de víveres. Recogían fusiles, armas, pólvora y cualquier elemento que les pudiera servir en aquella acorazada misión. Un espeso charco de sangre ennegrecía el suelo bajo su manto de nieve invernal. Era preciso abandonar cuanto antes aquel lugar de muerte y desolación. Su instinto de supervivencia le hizo ver que a un centenar de metros había un cortado de piedra tras del cual se adivinaban las anchas copas de los arbustos que poblaban el borde del rio. Aquel era el lugar idóneo para colocar la pólvora que debería hacer desaparecer para siempre el campamento militar francés, que bajo el mando del General Dupont había invadido el terruño leonés. Si era capaz de llegar hasta allí y saltar con el impulso del monumental bombazo tendría una oportunidad de salir con vida. Mordió el cartucho de papel y vació su contenido en el cañón que había pertenecido a la tropa francesa, apretó la mezcla con la varilla con sumo cuidado de que el tintineo no lo delatase, luego levantó con sigilo el percutor de su arma y cebó de pólvora la cazoleta. Sin más preámbulo, apretó el gatillo y disparó. El disparo retumbó como un trueno en el silencio de la noche. El golpe fue certero. Sintió el fuerte chicotazo de las ramas en la cara y el arañazo áspero de sus zarzas. El aire le quemaba en los pulmones como si los tuviera en carne viva. Varias veces perdió el equilibrio y se golpeó las manos y la cara contra las afiladas piedras del monte. Ya no escuchaba nada a su espalda, sólo los latidos de su corazón amplificados mil veces en las sienes.
Entonces lo vio. Al principio pensó que se trataba de un efecto óptico, de una estrella baja que se recortaba contra la loma de la montaña. Después comprobó que la débil luz anaranjada que brillaba intensamente a lo lejos significaba el final del campamento francés. La odisea había concluido.
Paz.

Daniel Vega Martínez