EL FIN DE LA CRISIS (II)
Algunos derechos que creíamos medianamente asegurados por la sociedad pasarán progresivamente a depender de las posibilidades económicas de cada uno. Lo que hoy son servicios públicos serán privatizados, al menos parcialmente, y dependerán cada vez más de las leyes del mercado; su calidad estará en proporción directa al coste que exija al usuario. La enseñanza y la sanidad pública y gratuita quedarán reservadas para la gente sin recursos y pocos serán también los recursos que se destinen a esa gente, con la consiguiente repercusión en su calidad. En particular, la formación universitaria quedará reservada para quienes puedan pagarla. Las pensiones estarán en función de la gestión que los bancos hayan hecho de los planes privados que cada trabajador haya contratado a lo largo de su vida laboral. Y si no ha contratado ninguno deberá acudir a los escasos servicios caritativos que quizás el Estado ofrezca a los jubilados sin otros ingresos.
Algunos derechos que creíamos medianamente asegurados por la sociedad pasarán progresivamente a depender de las posibilidades económicas de cada uno. Lo que hoy son servicios públicos serán privatizados, al menos parcialmente, y dependerán cada vez más de las leyes del mercado; su calidad estará en proporción directa al coste que exija al usuario. La enseñanza y la sanidad pública y gratuita quedarán reservadas para la gente sin recursos y pocos serán también los recursos que se destinen a esa gente, con la consiguiente repercusión en su calidad. En particular, la formación universitaria quedará reservada para quienes puedan pagarla. Las pensiones estarán en función de la gestión que los bancos hayan hecho de los planes privados que cada trabajador haya contratado a lo largo de su vida laboral. Y si no ha contratado ninguno deberá acudir a los escasos servicios caritativos que quizás el Estado ofrezca a los jubilados sin otros ingresos.
EL FIN DE LA CRISIS (III)
Algo parecido sucederá con quienes padecen alguna discapacidad. Los derechos laborales serán disminuidos: el despido será prácticamente libre y las indemnizaciones muy reducidas. La dirección de la empresa podrá bajar salarios, modificar horarios y ordenar traslados a voluntad. La negociación colectiva y la seguridad del contrato indefinido habrán desaparecido y los contratos temporales y a tiempo parcial se encadenarán para cubrir los mismos puestos que antes eran fijos. El paro descenderá, pero no tanto como para evitar la existencia de un abundante número de desocupados que permitan a las empresas contratar una mano de obra barata y dócil. Los impuestos indirectos predominarán sobre los directos, de modo que proporcionalmente pagarán más los pobres que los ricos, y la desigualdad seguirá aumentando. Porque este cambio de modelo se ha comenzado a gestar desde que comenzó la crisis, aprovechando una oportunidad única para tomar decisiones que en tiempos normales no hubieran sido aceptadas por la gente, una estrategia anunciada por Naomi Klein en su Doctrina del shock. Todo esto será lento, por supuesto, tardará años en realizarse y nos daremos cuenta progresivamente, pero tales son las aspiraciones de quienes imponen hoy sus condiciones a los gobiernos de la Unión Europea, que por el momento las aceptan sin mayor resistencia. El fin del modesto Estado de bienestar fue el objetivo declarado de la derecha desde el mismo comienzo de la crisis.
Algo parecido sucederá con quienes padecen alguna discapacidad. Los derechos laborales serán disminuidos: el despido será prácticamente libre y las indemnizaciones muy reducidas. La dirección de la empresa podrá bajar salarios, modificar horarios y ordenar traslados a voluntad. La negociación colectiva y la seguridad del contrato indefinido habrán desaparecido y los contratos temporales y a tiempo parcial se encadenarán para cubrir los mismos puestos que antes eran fijos. El paro descenderá, pero no tanto como para evitar la existencia de un abundante número de desocupados que permitan a las empresas contratar una mano de obra barata y dócil. Los impuestos indirectos predominarán sobre los directos, de modo que proporcionalmente pagarán más los pobres que los ricos, y la desigualdad seguirá aumentando. Porque este cambio de modelo se ha comenzado a gestar desde que comenzó la crisis, aprovechando una oportunidad única para tomar decisiones que en tiempos normales no hubieran sido aceptadas por la gente, una estrategia anunciada por Naomi Klein en su Doctrina del shock. Todo esto será lento, por supuesto, tardará años en realizarse y nos daremos cuenta progresivamente, pero tales son las aspiraciones de quienes imponen hoy sus condiciones a los gobiernos de la Unión Europea, que por el momento las aceptan sin mayor resistencia. El fin del modesto Estado de bienestar fue el objetivo declarado de la derecha desde el mismo comienzo de la crisis.
EL FIN DE LA CRISIS (IV)
¿Qué puede hacer la gente que se resiste a aceptar el futuro de una Europa privatizada y más desigual, ya que carece de medios para oponerse a esos poderes financieros anónimos —y no tan anónimos— que han tomado el control de las decisiones políticas? El único recurso que sigue estando disponible para los ciudadanos de a pie es el control del Estado. Dice Tony Judt: “…quizás sea ahora el Estado la principal ‘institución intermedia’ entre ciudadanos inseguros e indefensos, por un lado, e indiferentes órganos internacionales y corporaciones que no responden ante nadie, por otro”. Como ya había observado Rousseau, las leyes y las instituciones no son indispensables para los poderosos: a estos les basta el ejercicio directo del poder. Por eso piden la reducción del Estado a su mínima expresión: que los poderes públicos se ocupen solo de mantener el orden —y, por supuesto, de rescatar a los bancos con dinero público cuando están en apuros—, dejando a las leyes del mercado la organización de la sociedad. Pretenden un Estado con pocas atribuciones —salvo en lo que se refiere a sistemas represivos— porque saben que las instituciones políticas constituyen el único espacio en el que las mayorías pueden jugar un papel determinante, y aunque conocemos de sobra las posibilidades de manipularlas, sigue siendo cierto que para esos poderes ajenos al juego democrático resulta todavía muy difícil controlar las decisiones de la gente en las convocatorias electorales. De ahí que resulte importante concentrar los esfuerzos en ellas: las movilizaciones populares son sin duda necesarias, pero si se limitan solo a convocar manifestaciones y provocar algunos desórdenes terminan haciendo el juego a quienes ceden generosamente a los ciudadanos la ocupación de la calle y se conforman con gestionar el Estado y sus presupuestos.
¿Qué puede hacer la gente que se resiste a aceptar el futuro de una Europa privatizada y más desigual, ya que carece de medios para oponerse a esos poderes financieros anónimos —y no tan anónimos— que han tomado el control de las decisiones políticas? El único recurso que sigue estando disponible para los ciudadanos de a pie es el control del Estado. Dice Tony Judt: “…quizás sea ahora el Estado la principal ‘institución intermedia’ entre ciudadanos inseguros e indefensos, por un lado, e indiferentes órganos internacionales y corporaciones que no responden ante nadie, por otro”. Como ya había observado Rousseau, las leyes y las instituciones no son indispensables para los poderosos: a estos les basta el ejercicio directo del poder. Por eso piden la reducción del Estado a su mínima expresión: que los poderes públicos se ocupen solo de mantener el orden —y, por supuesto, de rescatar a los bancos con dinero público cuando están en apuros—, dejando a las leyes del mercado la organización de la sociedad. Pretenden un Estado con pocas atribuciones —salvo en lo que se refiere a sistemas represivos— porque saben que las instituciones políticas constituyen el único espacio en el que las mayorías pueden jugar un papel determinante, y aunque conocemos de sobra las posibilidades de manipularlas, sigue siendo cierto que para esos poderes ajenos al juego democrático resulta todavía muy difícil controlar las decisiones de la gente en las convocatorias electorales. De ahí que resulte importante concentrar los esfuerzos en ellas: las movilizaciones populares son sin duda necesarias, pero si se limitan solo a convocar manifestaciones y provocar algunos desórdenes terminan haciendo el juego a quienes ceden generosamente a los ciudadanos la ocupación de la calle y se conforman con gestionar el Estado y sus presupuestos.