"Las clases en el pueblo, terminaban una semana después que en Madrid, y mi madre nos hacía ir “de oyentes”. La escuela, constaba de dos aulas, una para niños y otra para niñas. Los pupitres de madera estaban mejor conservados que las paredes de mi sala de estar. Sería que los maestros de aquí eran más duros que Nicolasa. Como no tenían biblioteca, cada quince días venía una furgoneta con libros. También repartían paquetes de leche en polvo y decían que eran “los americanos” quienes lo suministraban. El origen me daba igual. Me gustaba tanto o más, que la condensada.
Por la mañana hacía unos pocos deberes. Los primeros años para que no olvidase lo aprendido, y después para aprender lo que me había olvidado, y por tanto... suspendido. Después de esta obligación me iba a la calle, a hacer la ronda y a dar – ¡como no!– la tabarra"
Por la mañana hacía unos pocos deberes. Los primeros años para que no olvidase lo aprendido, y después para aprender lo que me había olvidado, y por tanto... suspendido. Después de esta obligación me iba a la calle, a hacer la ronda y a dar – ¡como no!– la tabarra"