Maldita desmemoria.
Mi memoria, la propia, no entiende cómo unos chavales de 21 años no saben quién es Miguel Ángel Blanco. Aquello por lo que les pregunta Iñaki, hijo de otra víctima de
ETA, ocurrió hace apenas 22 años.
Agustín Pery.
Actualizado: 26/11/2019 16:49h.
La nieta llora. Se levanta. «Este capítulo no lo puedo ver». Teresa se acuerda del aitona, del
viaje a
San Juan de Luz con el
libro de cuentas de la empresa bajo el brazo. De aquellos días en que el
abuelo tenía que decidir entre morir o vivir a costa de que mataran a otros. No pagó el impuesto revolucionario. Falleció de diabetes, bastón en manos con la conciencia tranquila. Con su dinero no se alimentaría el terror.
Me quedé solo en el salón, en un tobogán de emociones mientras devoraba uno tras otros los capítulos de «ETA: El fin del silencio». Jon Sistiaga y su equipo dirigen pero no protagonizan, filman pero no contaminan. Dan voz a quienes durante tanto años vivieron silenciados. A las víctimas y también a sus verdugos, los que se arrepienten del daño causado, de lo mortalmente estúpida de su pretendida lucha; de los que cedieron por algo tan humano e incontrolable como el miedo; de quienes no lo hicieron por convicción moral; y sobre todos ellos, encogiéndote el alma, las viudas y huérfanos que miran a los ojos al sayón de su esposo, de su padre, del tío.
Tremenda la imagen de Maixabel cocinando para el asesino de su marido. Sosteniéndole la mirada que Ibon rehúye a ratos. Una conversación sin artificios, sin guión. Un momento que debería verse una y mil veces, en tiempos de memorias selectivas y sectarias. Porque ella, fuerte, digna, entera, lúcida, honesta, le espeta al ejecutor de su Juan Mari: «Fuisteis muy valientes dando este paso». Ibon baja lo ojos, esboza una media sonrisa nerviosa y aparta esta vez la vista de su interlocutora. «No, vosotros sí que los sois».
Ahí, en Tolosa, Sistiaga inmortalizó un momento que bien merecería ser materia de estudio en los
colegios de toda
España. Esa memoria es la que hace falta y no la que hoy nos quieren imponer. Resulta un sarcasmo ver como se sepulta la reciente mientras se aventa la pretérita, la de una
guerra civil, la de una pretendida justicia que atufa a venganza diferida que saja más que repara, que olvida a unos para ensalzar a otros, que obvia lo que el abuelo siempre decía: «Aquello, la guerra, fue un fracaso de todos».
Me acosté de madrugada, la imagen de mi primo siempre presente, y apenas concilié el sueño. Mi memoria, la propia, no entiende cómo unos chavales de 21 años no saben quién es Miguel Ángel Blanco. Aquello por lo que les pregunta Iñaki, hijo de otra víctima de ETA, ocurrió hace apenas 22 años. Son una veintena de jóvenes universitarios y apenas un par musitan algo que han oído en casa.
Insomne, te revuelves ante la bajeza moral de los
políticos que hoy nos pastorean. Tan predispuestos a blanquear capuchas, tan lejos de los nichos de las víctimas de ETA. Maldita memoria, que resucita tragedias vergonzantes de hace 40 años y es incapaz de rendir tributo a quienes renunciaron al más lógico de los sentimientos: la venganza. Ellas sí merecen ser recordadas, homenajeadas. Sus nombres esculpidos en piedra en las calles de España, su ejemplo estudiado en las aulas para educar a la venidera ciudadanía. Para que al fin en el futuro aprendamos a enorgullecernos de quienes nos permitieron alcanzarlo. Que ocurrió ayer, joder. Que son ejemplo para tiempos de cólera teledirigida.