Aquí se le aprecia mejor. La cosa sucedió en este mismo camino. En la ruta del Cid que pasaba por mi pueblo de acogida: (Ciruelos del Pinar Guadalaja).
Resulta que había dos niñas muy poco comedoras, y para que se les abriese el apetito y se comieran el bocadillo, las tenían que llevar de excursión al pinar. Ella, Lourdes era
madrileña y pasaba las temporadas de
verano con su tía Práxedes; y yo, aunque era hija de resinero, en eso me parecía mucho a ella. Éramos dos micas para el tema de la comida. Pero fatal, fatal. Porque no me iban nada ni las migas, ni el cocido, ni las gachas... un desastre de hija.
A veces es que cansaba a cualquiera. Y hubo una temporada en que, por consejo de Práxedes, me daban patatas con mahonesa, y me gustaban. Pero hoy si las recuerdo... mejor no. No quiero ni acordarme de ese menú, porque aborrecí la mahonesa.
Y todo esto para contaros cual era nuestra diversión favorita. Nos daban el bocadillo, le dábamos cuatro o cinco mordiscos y a
jugar. Cazábamos saltamontes, que había un montón. Y una vez capturados y en vivo, los operábamos a los pobres insectos sobre la mesa donde se supone debíamos comernos tranquilamente los bocadillos que Práxedes nos preparaba a las dos.
Lo pasábamos magníficamente haciendo de enfermeras de saltamontes. Y lo curioso es que encima nos creíamos que a los pobres les hacíamos un favor. Nuestras intervenciones consistían en dejarlos sin patas. Y en seguida se quedaban quietecitos sobre la piedra de la mesa. Y nadie nos dijo nunca lo inhumanas que éramos porque se suponía que estábamos simplemente comiendo la merienda.
Mientras, Práxedes y mi
abuela, buscaban fresas o lo que fuera. Y nosotras a lo nuestro. Cuando acabábamos las operaciones, llegaba el postre: las fresillas silvestres. Unas fresas pequeñísimas pero de un sabor incomparable. Nunca más las he comido tan buenas como aquellas.
No sé si Lourdes se acordará de aquello, pero es una de las imágenes que siempre he tenido grabadas en mi memoria de aquellos días.
Saludos y buenas noches.