LA LEYENDA DEL PEREGRINO DE LA CALABAZA DE ORO (I)
por Pablo Arribas Briones
Nadie sabía con certeza cómo había llegado aquel extraño peregrino ataviado con todos los atributos de su vocación, hermoso, descalzo, y en apariencia, sereno.
De su llegada corrían versiones fantásticas. Que, tras una tormenta, había caído del cielo junto con un montón de ranas en una charca enorme; la laguna del Pelayo la llamaban, y alguien quería recordar que hacía muchísimos años había ocurrido algo así. Cirilo, el pastor, con su propios ojos le había visto caer; y no era hombre dado a fantasías. Las ranas, con una cruz verdinegra en su lomo que recordaba al lagarto de la Orden de los Caballeros de Santiago, eran de una especie nueva, desconocida hasta entonces en Talacedo, y allí estaban a centenares, croando en la gran charca para dar testimonio de lo que había visto el pastor.
Otros rondaba una versión próxima: Se arrimaban a creer que había sido un aparecido y exponían sus motivos para ello: Nadie en ninguno de los pueblos anteriores había visto pasar al romero, y sus señas no eran de un hombre que pudiera pasar desapercibido: bien formado, joven aún, con algo de mar en las espaldas, barba de hermosísimo color castaño, sayal y esclavina blancos, amarilleando por el sol y el polvo del camino. Bordón torneado y pequeña calabaza brillaba y hacía cerrar los ojos a quienes coincidían con sus rayos. Las sandalias del peregrino eran como la de San Pedro y su profunda mirada no se perdía nunca.
La primera vez que apareció ante la gente del pueblo fue en el centro de la calle Mayor, cerca de la iglesia, sentado en un poyo de piedra que rodeaba la olma y apoyado en el bordón. Sonreía, parecía cansado, y no pedía nada. Todos se preguntaban:
- ¿Cómo ha llegado este peregrino?
Y nadie sabía responder.
- ¿De dónde será?, parece extranjero.
- Lo que parece es un Santiago.
-Si es bello como un Santiago, de los que van andando, no de los que van a caballo atropellando moros - confirmó una señora.
- Este hombre no ha debido venir por el camino. Pero tampoco por el monte: se le habría visto llegar mucho tiempo antes si hubiera seguido el camino francés.
por Pablo Arribas Briones
Nadie sabía con certeza cómo había llegado aquel extraño peregrino ataviado con todos los atributos de su vocación, hermoso, descalzo, y en apariencia, sereno.
De su llegada corrían versiones fantásticas. Que, tras una tormenta, había caído del cielo junto con un montón de ranas en una charca enorme; la laguna del Pelayo la llamaban, y alguien quería recordar que hacía muchísimos años había ocurrido algo así. Cirilo, el pastor, con su propios ojos le había visto caer; y no era hombre dado a fantasías. Las ranas, con una cruz verdinegra en su lomo que recordaba al lagarto de la Orden de los Caballeros de Santiago, eran de una especie nueva, desconocida hasta entonces en Talacedo, y allí estaban a centenares, croando en la gran charca para dar testimonio de lo que había visto el pastor.
Otros rondaba una versión próxima: Se arrimaban a creer que había sido un aparecido y exponían sus motivos para ello: Nadie en ninguno de los pueblos anteriores había visto pasar al romero, y sus señas no eran de un hombre que pudiera pasar desapercibido: bien formado, joven aún, con algo de mar en las espaldas, barba de hermosísimo color castaño, sayal y esclavina blancos, amarilleando por el sol y el polvo del camino. Bordón torneado y pequeña calabaza brillaba y hacía cerrar los ojos a quienes coincidían con sus rayos. Las sandalias del peregrino eran como la de San Pedro y su profunda mirada no se perdía nunca.
La primera vez que apareció ante la gente del pueblo fue en el centro de la calle Mayor, cerca de la iglesia, sentado en un poyo de piedra que rodeaba la olma y apoyado en el bordón. Sonreía, parecía cansado, y no pedía nada. Todos se preguntaban:
- ¿Cómo ha llegado este peregrino?
Y nadie sabía responder.
- ¿De dónde será?, parece extranjero.
- Lo que parece es un Santiago.
-Si es bello como un Santiago, de los que van andando, no de los que van a caballo atropellando moros - confirmó una señora.
- Este hombre no ha debido venir por el camino. Pero tampoco por el monte: se le habría visto llegar mucho tiempo antes si hubiera seguido el camino francés.
Ante la falta de explicaciones lógicas de la arribada del peregrino, comenzó por el pueblo a tejerse la suposición de que era " a modo de un aparecido". La idea acabó por tomar cuerpo cuando dos vecinos, partidarios de la presencia sobrenatural del romero, discutían empecinados, y acertó a terciar en la discusión otro vecino con su argumento que convenció a todos:
- ¿Os habéis dado cuenta de qeu la tarde en que se nos apareció el peregrino no ladró ningún perro? - añadiendo- ¿Cuándo se ha visto que se acerque un peregrino a Talancedo y no salgan los perros a ladrarlo...?
El argumento era en extremo convincente. Los perros odiaban a los peregrinos y creían hacer un acto meritorio saliendo a ladrarlos. Y en esta ocasión ni el más quisquilloso de los gozques había denunciado la llegada del hombre que sonreía sentado a la sombra de la olma aledaña a la iglesia.
Sólo el tonto del pueblo se atrevió a preguntarle:
- ¿De dónde vienes?
Y el peregrino le contestó:
-Vengo de visitar la tumba del apóstol Santiago y del final del mundo de ver a una sirena.
- ¿Y qué es una sirena? - le preguntó el tonto, más interesado por ella que por el Apóstol cuyo nombre le resultaba familiar.
-Las sirenas son mujeres de los ángeles caídos. Ya lo dijo Enoch, el patriarca. Su canto es un lamento seductor. Yo sabía la luna en que ella vendría a la playa, de noche. Oía su cántico y ella vino a mí, entre las olas, mansa y bella. No dañina y vengativa.
El peregrino acarició la cabeza del tonto y el contestó:
-Cuando Eva en el Paraíso, al pie del Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, fue convencida por la serpiente para que comiese de la manzana y se la ofreciera a Adán, aquella serpiente, como se ve en una escultura de este mismo pueblo, era una sirena: la mujer de un ángel caído; la que ahora, cansada de hacer el mal y de la maldición eternaque la persigue, me ha suplicado, (como sólo una sirena sabe hacerlo- y afloró la sonrisa suave eb le rostro del peregrino-), implore en la tierra su reconciliación.
Este es el ruego que me empuja a ir a Roma y pedir por la sirena al Vicario de Cristo: para ello ningún camino mejor que éste cuya guía son las estrellas de la Vía Láctea, senda de reconciliación y más aún en Año de Perdonanza. Al Santo Padre le ha sido concedido un especial poder de intercesión, y, para que más me crea, le llevo leche de los pechos de la sirena, blanco como la de la gacela del Cantar de los Cantares.
El tonto no acababa de entender que el peregrino hubiese hecho un largo viaje para ver al demonio, la sirena o el árbol de la manzana.
Se quedó pensativo con su confusión; pero al ver la calabaza de oro, se le incendió la mirada y con los ojos y la boca abierta preguntó al peregrino:
- ¿Qué llevas ahí dentro? - y el peregrino le contestó:
- Es una pequeña calabaza; la sirena me la regaló. La había encontrado en lo más profundo del mar, donde el sol se hunde en el océano entre nubes de vapor y de fuego. Dentro tiene leche del pecho de la sirena de la que te he hablado.
El tonto se marchó confuso.
- ¿Os habéis dado cuenta de qeu la tarde en que se nos apareció el peregrino no ladró ningún perro? - añadiendo- ¿Cuándo se ha visto que se acerque un peregrino a Talancedo y no salgan los perros a ladrarlo...?
El argumento era en extremo convincente. Los perros odiaban a los peregrinos y creían hacer un acto meritorio saliendo a ladrarlos. Y en esta ocasión ni el más quisquilloso de los gozques había denunciado la llegada del hombre que sonreía sentado a la sombra de la olma aledaña a la iglesia.
Sólo el tonto del pueblo se atrevió a preguntarle:
- ¿De dónde vienes?
Y el peregrino le contestó:
-Vengo de visitar la tumba del apóstol Santiago y del final del mundo de ver a una sirena.
- ¿Y qué es una sirena? - le preguntó el tonto, más interesado por ella que por el Apóstol cuyo nombre le resultaba familiar.
-Las sirenas son mujeres de los ángeles caídos. Ya lo dijo Enoch, el patriarca. Su canto es un lamento seductor. Yo sabía la luna en que ella vendría a la playa, de noche. Oía su cántico y ella vino a mí, entre las olas, mansa y bella. No dañina y vengativa.
El peregrino acarició la cabeza del tonto y el contestó:
-Cuando Eva en el Paraíso, al pie del Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, fue convencida por la serpiente para que comiese de la manzana y se la ofreciera a Adán, aquella serpiente, como se ve en una escultura de este mismo pueblo, era una sirena: la mujer de un ángel caído; la que ahora, cansada de hacer el mal y de la maldición eternaque la persigue, me ha suplicado, (como sólo una sirena sabe hacerlo- y afloró la sonrisa suave eb le rostro del peregrino-), implore en la tierra su reconciliación.
Este es el ruego que me empuja a ir a Roma y pedir por la sirena al Vicario de Cristo: para ello ningún camino mejor que éste cuya guía son las estrellas de la Vía Láctea, senda de reconciliación y más aún en Año de Perdonanza. Al Santo Padre le ha sido concedido un especial poder de intercesión, y, para que más me crea, le llevo leche de los pechos de la sirena, blanco como la de la gacela del Cantar de los Cantares.
El tonto no acababa de entender que el peregrino hubiese hecho un largo viaje para ver al demonio, la sirena o el árbol de la manzana.
Se quedó pensativo con su confusión; pero al ver la calabaza de oro, se le incendió la mirada y con los ojos y la boca abierta preguntó al peregrino:
- ¿Qué llevas ahí dentro? - y el peregrino le contestó:
- Es una pequeña calabaza; la sirena me la regaló. La había encontrado en lo más profundo del mar, donde el sol se hunde en el océano entre nubes de vapor y de fuego. Dentro tiene leche del pecho de la sirena de la que te he hablado.
El tonto se marchó confuso.