La Tercera,
¿Es España una nación de naciones?
«Con todos mis respetos a los ponentes socialistas, yo sí tengo una idea clara de lo que una nación es y significa, y, además, creo que cualquier líder político metido a batallar en estos espinosos asuntos debería tenerla. Sin saber quiénes somos, no es posible asentarnos en el presente para plantearnos nuestro futuro»
JOSÉ MANUEL GARCÍA-MARGALLO.
Actualizado: 21/06/2017 04:46h.
Lo malo de los debates terminológicos es que, merced a la enorme polisemia de la lengua española, acaban poniendo casi cualquier concepto esencial patas arriba. Lo digo a propósito de la siguiente afirmación del presidente Rodríguez Zapatero, la cual –y a pesar del aprecio personal que le tengo a él– no me parece especialmente afortunada; así, vino a decir que: «Si hay un concepto discutible y discutido en la teoría política y en la ciencia constitucional es precisamente el de nación» (ABC 18 de noviembre de 2004). El XXXIX Congreso del PSOE que acaba de terminar se ha cerrado definiendo a España como una nación de naciones, lo que ha vuelto a encender todas las alarmas.
Con todos mis respetos a los ponentes socialistas, yo sí tengo una idea clara de lo que una nación es y significa, y, además, creo que cualquier líder político metido a batallar en estos espinosos asuntos debería tenerla. El general De Gaulle comienza sus Memorias de guerra (Planeta DeAgostini, 2006) con una frase con la que coincido totalmente: «Toda mi vida he tenido una idea clara de Francia; me la inspira el sentimiento tanto como la razón». Sin saber de dónde venimos, qué hemos hecho a lo largo de los siglos, qué nos une y qué nos separa, cómo hemos convivido…, en definitiva, sin saber quiénes somos, no es posible asentarnos en el presente para plantearnos nuestro futuro.
Pero una cosa es que el concepto de nación no sea discutible y otra que sea un concepto unívoco. No lo es. Como recuerda la sentencia del Tribunal Constitucional 31/2010, de 28 de junio: «El término nación es extraordinariamente proteico en razón de muy distintos contextos en los que acostumbra a desenvolverse […]. De la nación puede, en efecto, hablarse como una realidad cultural, histórica, lingüística, sociológica y hasta religiosa. Pero la nación que aquí importa es exclusivamente la nación en sentido jurídico constitucional. Y en este específico sentido la Constitución no conoce otra que la nación española […]».
Es ahí donde quisiera abundar en este epígrafe: la distinción entre nación cultural y nación jurídica constitucional. Para ello, traeré a colación un texto de mi buen amigo Gaspar Ariño Ortiz que, a mi juicio, trata este tema con gran claridad: «[…] los románticos del siglo XIX conciben la nación como una realidad originaria, como un conjunto de personas de un mismo origen étnico, que generalmente hablan el mismo idioma y tienen una tradición común, y en ese sentido se habla de la nación judía, de la nación eslava o de la nación gitana. Es en este sentido en el que se construye la doctrina romántica de las nacionalidades» (La independencia de Cataluña: historia, economía, política, derecho, Aranzadi, 2015, p. 126).
El concepto de nación política es, así pues, diferente al de nación originaria. Se habla de nación política –continúa Ariño– para aludir a «una comunidad de habitantes de un país asentada en un territorio y regida por un mismo gobierno. Esto no es una realidad originaria, sino que es creación del derecho, como lo es el Estado, personificación jurídica de aquella. En este sentido, la nación no es siempre una unidad homogénea, sino que puede ser heterogénea, integrada por diversos pueblos o nacionalidades originarias» (ibídem, p. 126).
La nación política, que es, insisto, una creación del derecho, «tiene tres elementos identificadores: el territorio, del que la nación originaria muchas veces carece, una población asentada en él […]; y una organización operativa común que es el Estado, titular del poder político supremo, que es la soberanía […]. En España, esta triple y recíproca realidad nace y se articula por primera vez en las Cortes de Cádiz, aunque la conciencia de unidad nacional viene de muy atrás» (ibídem, p. 129).
Llegados a este punto, me parece oportuno aclarar que si bien de la sentencia del Tribunal Constitucional 31/2010, de 28 de junio, antes citada, parece deducirse que sí sería posible reconocer a las comunidades que tienen una lengua propia como naciones originarias, culturales e históricas sin traspasar los límites que la Constitución establece, a mí no me parece conveniente. Entre otras cosas, no me lo parece porque no sabemos cuántas naciones históricas hay en España. ¿Lo es el Principado de Asturias?, ¿el Reino de León?, ¿el de Castilla?, ¿el de Aragón?, ¿el de Valencia?
Mi recomendación es que nos centremos en el reconocimiento y gestión de la España plurilingüe y multicultural, y abandonemos la cuestión de la plurinacionalidad. Sabemos lo que es una lengua y, más o menos, lo que es una cultura. Pero no sabemos bien si cuando hablamos de nación estamos hablando de la nación originaria o de la nación política; y, sobre todo, no nos pondremos de acuerdo en qué consecuencias trae ser una nación. Con vistas a la reforma constitucional es mejor no levantar expectativas en este sentido.
Lo que sí debe quedar meridianamente claro, incluso antes de sentarnos a la mesa reformista, es que la Constitución española sólo reconoce una nación política: la nación española. Las comunidades autónomas con lengua propia podrán ser naciones lingüísticas, culturales o históricas, pero nunca naciones políticas o naciones soberanas a las que se les reconozca el derecho a la secesión. Lo dice muy bien la sentencia del Tribunal Constitucional, 76/1978: «La Constitución no es el resultado de un pacto entre instancias territoriales que conserven derechos anteriores a la Constitución y superiores a ella, sino una norma del poder constituyente que se impone con fuerza vinculante general en su ámbito, sin que queden fuera de ellas situaciones históricas anteriores».
En los tiempos que corren es muy peligroso avanzar teorías que puedan llevar a la confusión. Sirva como ejemplo la resolución relativa a las nacionalidades que los socialistas aprobaron en su XXVII Congreso (1976); resolución que, literalmente, decía así: «El partido propugnará el ejercicio libre del derecho de autodeterminación por la totalidad de las naciones y regionalidades [sic], las cuales compondrán, en pie de igualdad, el Estado federal que preconizamos» (XXVII Congreso del PSOE, p. 127). Este es un error de juventud en el que los socialistas no han vuelto a recaer. Y espero que no recaigan nunca.
José Manuel García-Margallo es diputado y fue ministro de Asuntos Exteriores y Cooperación
¿Es España una nación de naciones?
«Con todos mis respetos a los ponentes socialistas, yo sí tengo una idea clara de lo que una nación es y significa, y, además, creo que cualquier líder político metido a batallar en estos espinosos asuntos debería tenerla. Sin saber quiénes somos, no es posible asentarnos en el presente para plantearnos nuestro futuro»
JOSÉ MANUEL GARCÍA-MARGALLO.
Actualizado: 21/06/2017 04:46h.
Lo malo de los debates terminológicos es que, merced a la enorme polisemia de la lengua española, acaban poniendo casi cualquier concepto esencial patas arriba. Lo digo a propósito de la siguiente afirmación del presidente Rodríguez Zapatero, la cual –y a pesar del aprecio personal que le tengo a él– no me parece especialmente afortunada; así, vino a decir que: «Si hay un concepto discutible y discutido en la teoría política y en la ciencia constitucional es precisamente el de nación» (ABC 18 de noviembre de 2004). El XXXIX Congreso del PSOE que acaba de terminar se ha cerrado definiendo a España como una nación de naciones, lo que ha vuelto a encender todas las alarmas.
Con todos mis respetos a los ponentes socialistas, yo sí tengo una idea clara de lo que una nación es y significa, y, además, creo que cualquier líder político metido a batallar en estos espinosos asuntos debería tenerla. El general De Gaulle comienza sus Memorias de guerra (Planeta DeAgostini, 2006) con una frase con la que coincido totalmente: «Toda mi vida he tenido una idea clara de Francia; me la inspira el sentimiento tanto como la razón». Sin saber de dónde venimos, qué hemos hecho a lo largo de los siglos, qué nos une y qué nos separa, cómo hemos convivido…, en definitiva, sin saber quiénes somos, no es posible asentarnos en el presente para plantearnos nuestro futuro.
Pero una cosa es que el concepto de nación no sea discutible y otra que sea un concepto unívoco. No lo es. Como recuerda la sentencia del Tribunal Constitucional 31/2010, de 28 de junio: «El término nación es extraordinariamente proteico en razón de muy distintos contextos en los que acostumbra a desenvolverse […]. De la nación puede, en efecto, hablarse como una realidad cultural, histórica, lingüística, sociológica y hasta religiosa. Pero la nación que aquí importa es exclusivamente la nación en sentido jurídico constitucional. Y en este específico sentido la Constitución no conoce otra que la nación española […]».
Es ahí donde quisiera abundar en este epígrafe: la distinción entre nación cultural y nación jurídica constitucional. Para ello, traeré a colación un texto de mi buen amigo Gaspar Ariño Ortiz que, a mi juicio, trata este tema con gran claridad: «[…] los románticos del siglo XIX conciben la nación como una realidad originaria, como un conjunto de personas de un mismo origen étnico, que generalmente hablan el mismo idioma y tienen una tradición común, y en ese sentido se habla de la nación judía, de la nación eslava o de la nación gitana. Es en este sentido en el que se construye la doctrina romántica de las nacionalidades» (La independencia de Cataluña: historia, economía, política, derecho, Aranzadi, 2015, p. 126).
El concepto de nación política es, así pues, diferente al de nación originaria. Se habla de nación política –continúa Ariño– para aludir a «una comunidad de habitantes de un país asentada en un territorio y regida por un mismo gobierno. Esto no es una realidad originaria, sino que es creación del derecho, como lo es el Estado, personificación jurídica de aquella. En este sentido, la nación no es siempre una unidad homogénea, sino que puede ser heterogénea, integrada por diversos pueblos o nacionalidades originarias» (ibídem, p. 126).
La nación política, que es, insisto, una creación del derecho, «tiene tres elementos identificadores: el territorio, del que la nación originaria muchas veces carece, una población asentada en él […]; y una organización operativa común que es el Estado, titular del poder político supremo, que es la soberanía […]. En España, esta triple y recíproca realidad nace y se articula por primera vez en las Cortes de Cádiz, aunque la conciencia de unidad nacional viene de muy atrás» (ibídem, p. 129).
Llegados a este punto, me parece oportuno aclarar que si bien de la sentencia del Tribunal Constitucional 31/2010, de 28 de junio, antes citada, parece deducirse que sí sería posible reconocer a las comunidades que tienen una lengua propia como naciones originarias, culturales e históricas sin traspasar los límites que la Constitución establece, a mí no me parece conveniente. Entre otras cosas, no me lo parece porque no sabemos cuántas naciones históricas hay en España. ¿Lo es el Principado de Asturias?, ¿el Reino de León?, ¿el de Castilla?, ¿el de Aragón?, ¿el de Valencia?
Mi recomendación es que nos centremos en el reconocimiento y gestión de la España plurilingüe y multicultural, y abandonemos la cuestión de la plurinacionalidad. Sabemos lo que es una lengua y, más o menos, lo que es una cultura. Pero no sabemos bien si cuando hablamos de nación estamos hablando de la nación originaria o de la nación política; y, sobre todo, no nos pondremos de acuerdo en qué consecuencias trae ser una nación. Con vistas a la reforma constitucional es mejor no levantar expectativas en este sentido.
Lo que sí debe quedar meridianamente claro, incluso antes de sentarnos a la mesa reformista, es que la Constitución española sólo reconoce una nación política: la nación española. Las comunidades autónomas con lengua propia podrán ser naciones lingüísticas, culturales o históricas, pero nunca naciones políticas o naciones soberanas a las que se les reconozca el derecho a la secesión. Lo dice muy bien la sentencia del Tribunal Constitucional, 76/1978: «La Constitución no es el resultado de un pacto entre instancias territoriales que conserven derechos anteriores a la Constitución y superiores a ella, sino una norma del poder constituyente que se impone con fuerza vinculante general en su ámbito, sin que queden fuera de ellas situaciones históricas anteriores».
En los tiempos que corren es muy peligroso avanzar teorías que puedan llevar a la confusión. Sirva como ejemplo la resolución relativa a las nacionalidades que los socialistas aprobaron en su XXVII Congreso (1976); resolución que, literalmente, decía así: «El partido propugnará el ejercicio libre del derecho de autodeterminación por la totalidad de las naciones y regionalidades [sic], las cuales compondrán, en pie de igualdad, el Estado federal que preconizamos» (XXVII Congreso del PSOE, p. 127). Este es un error de juventud en el que los socialistas no han vuelto a recaer. Y espero que no recaigan nunca.
José Manuel García-Margallo es diputado y fue ministro de Asuntos Exteriores y Cooperación