CARLOS HERRERA.
Aquel mensaje de Blesa.
Sólo sé que lamento muy mucho no haberme apercibido a tiempo de aquella llamada.
Actualizado: 22/07/2017 10:09h.
Asisto a la muerte de Blesa con cierto pudor. Apenas le traté, más allá de un par de ocasiones en las que compartí velada en los años en los que reinaba en la Caja de los madrileños y de muchos más que no éramos madrileños. Sé que un día me dejó un mensaje de voz en el buzón de mi teléfono, ese que nunca consulto ni abro, y que en él me proponía una cita con el fin de aclararme algunos asuntos de los que se venía hablando. Aún no había ingresado en prisión. Al haber pasado algunos meses desde que lo hallara, entendí que ya estaba desfasado y no hice por responderle: ya estaba bajo custodia judicial y los contactos no servían. Durante mucho tiempo me pregunté si ese mensaje -que me consta había enviado a algunos colegas más- encerraba alguna clave privilegiada que me pudiera enseñar el discurrir de sus asuntos. Inútil pregunta: lo que podría haberme contado a mí, a buen seguro, se lo contó al juez. Su perspectiva judicial no era halagüeña pero tampoco tétrica, es decir, el Supremo podría suavizarle su condena por las Black y el resto de procesos le acumularían algunos años de encierro que, en el peor de los casos, saldaría con un tiempo en prisión no insuperable, por más que todos entendamos que entrar en la cárcel no es, siquiera, motivo de chanza. Hoy asisto a muchas relecturas de su proceder: no inventó las Blacks, pero las mantuvo -15 millones de euros sumidos en los cerca de cincuenta mil del desastre de las Cajas- ni creó Bankia, ni la sacó a Bolsa, ni fue el único que se benefició de los sobresueldos y tal y tal. Pero asistió impasible al acoso y agresión permanente de muchos de los que fueron estafados por asuntos relacionados con productos bancarios que se llevaron por delante los ahorros de gente humilde. Blesa podía no ser el Gran Culpable pero tampoco era inocente en un tiempo de desmadres financieros: cometió el grandioso error de aceptar un cargo para el que no estaba preparado. Eso está escrito y analizado estos días hasta el más mínimo detalle, con lo que poco puede aportar este columnista que ni siquiera sabe atender a su buzón de voz.
Vengo a reflexionar acerca de la decisión humana de acabar con la propia vida. ¿Cuándo y cómo se toma esa decisión? ¿De qué manera se planifica? Blesa estaba desayunando y se levantó de la mesa con la excusa de ir a mover su coche. ¿Por qué en ese instante y no al final del día, después de una jornada de caza? Ignoro si fue tomando el café cuando Blesa decidió que ese era el momento e ignoro si fue caminado hacia su patíbulo sabiendo que eran los últimos momentos de su vida. Blesa se sintió, tal vez, incapaz de enfrentarse a su complicado futuro penal y quiso librar a los suyos y a él mismo de ese calvario previsto. O tal vez se sintió incapaz de seguir viviendo encerrado y proscrito, no lo sé. Tras la detonación del disparo en su pecho ha brotado la consiguiente refriega de quienes ven llegado su momento de gloria para mostrar su perfil más negro, característico de esa España corroída en la que cualquier imbécil puede llegar a alcalde o a concejal, o en la que siempre hay lugar para elucubrar simplezas anónimas en cualquier tribuna. Eso a Blesa ya no le importa. Su responsabilidad penal se extingue ya que ningún Estado puede encarcelar a un cadáver. La responsabilidad civil será cuestión, si procede, de sus herederos y ellos sabrán lo que les conviene hacer. Hoy sólo sé que lamento muy mucho no haberme apercibido a tiempo de aquella llamada.
Aquel mensaje de Blesa.
Sólo sé que lamento muy mucho no haberme apercibido a tiempo de aquella llamada.
Actualizado: 22/07/2017 10:09h.
Asisto a la muerte de Blesa con cierto pudor. Apenas le traté, más allá de un par de ocasiones en las que compartí velada en los años en los que reinaba en la Caja de los madrileños y de muchos más que no éramos madrileños. Sé que un día me dejó un mensaje de voz en el buzón de mi teléfono, ese que nunca consulto ni abro, y que en él me proponía una cita con el fin de aclararme algunos asuntos de los que se venía hablando. Aún no había ingresado en prisión. Al haber pasado algunos meses desde que lo hallara, entendí que ya estaba desfasado y no hice por responderle: ya estaba bajo custodia judicial y los contactos no servían. Durante mucho tiempo me pregunté si ese mensaje -que me consta había enviado a algunos colegas más- encerraba alguna clave privilegiada que me pudiera enseñar el discurrir de sus asuntos. Inútil pregunta: lo que podría haberme contado a mí, a buen seguro, se lo contó al juez. Su perspectiva judicial no era halagüeña pero tampoco tétrica, es decir, el Supremo podría suavizarle su condena por las Black y el resto de procesos le acumularían algunos años de encierro que, en el peor de los casos, saldaría con un tiempo en prisión no insuperable, por más que todos entendamos que entrar en la cárcel no es, siquiera, motivo de chanza. Hoy asisto a muchas relecturas de su proceder: no inventó las Blacks, pero las mantuvo -15 millones de euros sumidos en los cerca de cincuenta mil del desastre de las Cajas- ni creó Bankia, ni la sacó a Bolsa, ni fue el único que se benefició de los sobresueldos y tal y tal. Pero asistió impasible al acoso y agresión permanente de muchos de los que fueron estafados por asuntos relacionados con productos bancarios que se llevaron por delante los ahorros de gente humilde. Blesa podía no ser el Gran Culpable pero tampoco era inocente en un tiempo de desmadres financieros: cometió el grandioso error de aceptar un cargo para el que no estaba preparado. Eso está escrito y analizado estos días hasta el más mínimo detalle, con lo que poco puede aportar este columnista que ni siquiera sabe atender a su buzón de voz.
Vengo a reflexionar acerca de la decisión humana de acabar con la propia vida. ¿Cuándo y cómo se toma esa decisión? ¿De qué manera se planifica? Blesa estaba desayunando y se levantó de la mesa con la excusa de ir a mover su coche. ¿Por qué en ese instante y no al final del día, después de una jornada de caza? Ignoro si fue tomando el café cuando Blesa decidió que ese era el momento e ignoro si fue caminado hacia su patíbulo sabiendo que eran los últimos momentos de su vida. Blesa se sintió, tal vez, incapaz de enfrentarse a su complicado futuro penal y quiso librar a los suyos y a él mismo de ese calvario previsto. O tal vez se sintió incapaz de seguir viviendo encerrado y proscrito, no lo sé. Tras la detonación del disparo en su pecho ha brotado la consiguiente refriega de quienes ven llegado su momento de gloria para mostrar su perfil más negro, característico de esa España corroída en la que cualquier imbécil puede llegar a alcalde o a concejal, o en la que siempre hay lugar para elucubrar simplezas anónimas en cualquier tribuna. Eso a Blesa ya no le importa. Su responsabilidad penal se extingue ya que ningún Estado puede encarcelar a un cadáver. La responsabilidad civil será cuestión, si procede, de sus herederos y ellos sabrán lo que les conviene hacer. Hoy sólo sé que lamento muy mucho no haberme apercibido a tiempo de aquella llamada.