España tiene un pequeño problema con las pensiones actuales y uno enorme con las futuras. El de ahora mismo supone unos cientos de millones de euros y el de dentro de unas décadas requiere dos o tres millones de empleos. El del presente es cuestión de equilibrio presupuestario y el del porvenir depende de la evolución demográfica y del mercado de trabajo. Por tanto el segundo es mucho más difícil de resolver y la política huye de él como gato del agua: implica decisiones de largo alcance y consensos, dos condiciones ausentes en una dirigencia pública sin razonamiento estratégico. La polémica se ha planteado al revés, lo menos importante primero, porque su objetivo fundamental consiste, como casi siempre, en desgastar al Gobierno.
Nadie va a movilizarse por la pensión de la generación de Íñigo Errejón, 34 años, que esta semana salió a recibir a los jubilados que su partido y los sindicatos han sacado a la calle. Tampoco por la de un Pedro Sánchez, de 46, con veinte de vida laboral por delante. Importan las de ahora mismo, que afectan a nueve millones y medio de personas, una masa electoral que representa uno de cada cuatro votantes y en la que el PP goza de una ventaja notable. Un colectivo de alta sensibilidad que, sin embargo y acaso precisamente por eso, percibe unos ingresos medios superiores a los de unos trabajadores en activo que sufren además precarias condiciones laborales. Da igual. En el populismo político dominante sólo importa lo inmediato, lo que tiene capacidad de armar ruido, lo que sea susceptible a la demagogia, lo que pueda generar a corto plazo polémica y debate.
Agitando el malestar de los pensionistas por la cicatera subida de este año, la oposición ha conseguido salir de la burbuja catalana y colocar al Gabinete en un mal trago. La izquierda lo pasa mal en el conflicto de Cataluña porque carece de un proyecto nacional claro, y necesitaba sacarlo de la agenda para abrirse espacio. Lo ha logrado. El marianismo tiene un punto débil en la sensibilidad social y sufre cuando lo atacan por ese flanco; sus éxitos socioeconómicos indiscutibles están lastrados políticamente por un exceso de estilo tecnocrático. Lo va a pasar mal: esta vez el adversario ha mordido tobillo y no piensa soltarlo. Y si Rajoy permite, como esta semana, que sea Montoro el que defienda la posición gubernamental se va a meter en un lío bastante ingrato. Este asunto requiere delicadeza, pedagogía, finura de tacto, y no se puede dejar en manos del ministro más antipático, cuya arrogancia sabihonda y despectiva es una máquina de perder votos a puñados.
Las pensiones son nitroglicerina política, que explota al mínimo movimiento. El presidente tendrá que sacar lo mejor de sí mismo para salir del aprieto. Porque la mayoría de los jubilados no entiende de déficit público y sólo le importa que le han subido su mensualidad tres o cuatro euros.
Columna de Ignacio Camacho.
Nadie va a movilizarse por la pensión de la generación de Íñigo Errejón, 34 años, que esta semana salió a recibir a los jubilados que su partido y los sindicatos han sacado a la calle. Tampoco por la de un Pedro Sánchez, de 46, con veinte de vida laboral por delante. Importan las de ahora mismo, que afectan a nueve millones y medio de personas, una masa electoral que representa uno de cada cuatro votantes y en la que el PP goza de una ventaja notable. Un colectivo de alta sensibilidad que, sin embargo y acaso precisamente por eso, percibe unos ingresos medios superiores a los de unos trabajadores en activo que sufren además precarias condiciones laborales. Da igual. En el populismo político dominante sólo importa lo inmediato, lo que tiene capacidad de armar ruido, lo que sea susceptible a la demagogia, lo que pueda generar a corto plazo polémica y debate.
Agitando el malestar de los pensionistas por la cicatera subida de este año, la oposición ha conseguido salir de la burbuja catalana y colocar al Gabinete en un mal trago. La izquierda lo pasa mal en el conflicto de Cataluña porque carece de un proyecto nacional claro, y necesitaba sacarlo de la agenda para abrirse espacio. Lo ha logrado. El marianismo tiene un punto débil en la sensibilidad social y sufre cuando lo atacan por ese flanco; sus éxitos socioeconómicos indiscutibles están lastrados políticamente por un exceso de estilo tecnocrático. Lo va a pasar mal: esta vez el adversario ha mordido tobillo y no piensa soltarlo. Y si Rajoy permite, como esta semana, que sea Montoro el que defienda la posición gubernamental se va a meter en un lío bastante ingrato. Este asunto requiere delicadeza, pedagogía, finura de tacto, y no se puede dejar en manos del ministro más antipático, cuya arrogancia sabihonda y despectiva es una máquina de perder votos a puñados.
Las pensiones son nitroglicerina política, que explota al mínimo movimiento. El presidente tendrá que sacar lo mejor de sí mismo para salir del aprieto. Porque la mayoría de los jubilados no entiende de déficit público y sólo le importa que le han subido su mensualidad tres o cuatro euros.
Columna de Ignacio Camacho.