La Justicia como dolencia, el 'caso Garzón' como síntoma
JOSÉ JUAN TOHARIA 18/04/2010
Los datos de encuestas recientes de Metroscopia publicados a lo largo de las últimas semanas en estas páginas revelan el desolador diagnóstico que sobre la situación actual de su justicia realizan los españoles. Dos de cada tres (el 65%) creen que la Administración de justicia española está politizada, y lo piensa la misma proporción de votantes socialistas (69%) que populares (71%). En los términos del sondeo del que estos datos proceden (y que aquí sólo resumo) cabe interpretar que esta respuesta va referida más al "aparato judicial" en su conjunto que a los jueces en concreto. Sabemos, por estudios recurrentes anteriores, que al ciudadano medio no le inquieta ni escandaliza que los jueces tengan ideas o preferencias políticas: lo da por supuesto, de puro obvio. Lo que le resulta inaceptable es que pueda intentarse (y no digamos conseguirse) que en algún caso un juez o un órgano jurisdiccional actúe (o parezca actuar) no según sus propios criterios y convicciones -que en eso consiste la independencia judicial- sino al dictado de consignas partidistas y sectarias externas, del color que sean. Sencillamente, lo que a nuestra ciudadanía escandaliza no es que quienes integran cualquiera de los distintos órganos del sistema judicial sean, personalmente, progresistas o conservadores, de izquierda, de centro o de derecha, sino que entre ellos pueda haber personas que acepten convertirse en meras terminales mecánicas de los partidos o sindicatos de jueces (dejémonos a este respecto de eufemismos) y resulten así infaliblemente predecibles en sus comportamientos y actuaciones. Eso es sin duda lo que intenta expresar ese alarmante 65% que considera que nuestra justicia está politizada.
Pero hay más: tres de cada cuatro españoles (el 73%, sin que esta proporción varíe entre los votantes populares o socialistas) tiene la impresión de que el Consejo General del Poder Judicial decide los nombramientos de cargos judiciales no en función de los méritos y de la cualificación profesional de los candidatos, sino por criterios de amiguismo y/o ideológicos. Esta generalizada idea no sólo es de gravedad extrema sino que resulta doblemente nociva para la buena salud de nuestra democracia: por un lado, porque supone una descalificación profunda y difícil de ignorar del órgano constitucionalmente encargado, precisamente, de velar por la buena (es decir, honesta, independiente y objetiva) gestión de las carreras profesionales de los jueces; de otro, porque proyecta una sombra de sospecha, tan indiscriminada como por ello mismo las más de las veces injusta, sobre todo nombramiento efectuado. No es así de extrañar que el 72% de la ciudadanía concluya que nuestra justicia necesita una reforma profunda.
Para complicar aún más el panorama, sobre el marco de base que proporciona este desazonante clima de opinión, viene ahora a insertarse lo que cabe etiquetar como caso Garzón. Vaya por delante que la figura de este mediático juez ha suscitado siempre reacciones encontradas entre la ciudadanía. Por ejemplo, hace ya un año el 41% de los españoles decía estar de acuerdo, en general, con las decisiones adoptadas a lo largo de su carrera por el juez Garzón; un 36%, en cambio, decía haber estado usualmente en desacuerdo con ellas. Pues bien, incluso desde esta controvertida valoración de su figura, una amplia mayoría absoluta (61%) consideraba hace unas semanas que los procesamientos abiertos contra Garzón no eran algo que debiera tomarse como algo natural, sino que "obedecían a una persecución personal contra un juez que con sus investigaciones se ha creado muchos enemigos". Esta idea de la "persecución personal" estaba ampliamente extendida entre los votantes socialistas (71%) pero era expresada también por el 55% de los votantes populares: es decir, era una sensación sustancialmente compartida en los dos principales electorados. En el concreto caso de la admisión a trámite por el Tribunal Supremo de la querella referida a una supuesta actuación prevaricadora en la investigación de crímenes cometidos por el bando franquista durante la Guerra Civil, el desacuerdo de la ciudadanía fue asimismo mayoritario, en proporción de dos a uno (58% frente a 30%). Ahora bien, con una clara bifurcación de las actitudes de los votantes socialistas y populares: entre los primeros, el 79% se mostró en desacuerdo con dicha admisión a trámite; el 58% de los segundos se declaró, en cambio, de acuerdo.
Por último, ahora que esa admisión a trámite ha desembocado en la decisión de sentar a Garzón en el banquillo, la mayoría de los españoles (51%) sigue mostrándose en desacuerdo, si bien sube ya hasta un 39% quienes aprueban la medida. Y se intensifica la polarización de actitudes de los votantes socialistas y populares, que pasan a ser justamente inversas: el 68% de los primeros está en desacuerdo con que se juzgue a Garzón por este asunto, mientras que el 68% de los segundos está de acuerdo.
A esta altura de los acontecimientos, y a la espera de cómo pueda verse afectada en adelante la opinión ciudadana por la espiral de crispación ambiental en torno a este tema, cabe extraer al menos dos conclusiones de esta secuencia de datos. La primera, que el caso Garzón parece estar sirviendo para movilizar y galvanizar a los votantes de los dos principales partidos y encresparlos entre sí en mucha mayor medida que cualquiera de los otros múltiples posibles temas de enfrentamiento que les ofrece nuestra actual situación, que ya es decir. La segunda, que el principal daño colateral que pueda originar todo este turbio, sorprendente y desagradable asunto sea un mayor deterioro (y no sólo dentro sino también fuera de nuestras fronteras) de la imagen de nuestra Justicia, ya de por sí suficientemente maltrecha.
José Juan Toharia es catedrático de Sociología y presidente de Metroscopia
JOSÉ JUAN TOHARIA 18/04/2010
Los datos de encuestas recientes de Metroscopia publicados a lo largo de las últimas semanas en estas páginas revelan el desolador diagnóstico que sobre la situación actual de su justicia realizan los españoles. Dos de cada tres (el 65%) creen que la Administración de justicia española está politizada, y lo piensa la misma proporción de votantes socialistas (69%) que populares (71%). En los términos del sondeo del que estos datos proceden (y que aquí sólo resumo) cabe interpretar que esta respuesta va referida más al "aparato judicial" en su conjunto que a los jueces en concreto. Sabemos, por estudios recurrentes anteriores, que al ciudadano medio no le inquieta ni escandaliza que los jueces tengan ideas o preferencias políticas: lo da por supuesto, de puro obvio. Lo que le resulta inaceptable es que pueda intentarse (y no digamos conseguirse) que en algún caso un juez o un órgano jurisdiccional actúe (o parezca actuar) no según sus propios criterios y convicciones -que en eso consiste la independencia judicial- sino al dictado de consignas partidistas y sectarias externas, del color que sean. Sencillamente, lo que a nuestra ciudadanía escandaliza no es que quienes integran cualquiera de los distintos órganos del sistema judicial sean, personalmente, progresistas o conservadores, de izquierda, de centro o de derecha, sino que entre ellos pueda haber personas que acepten convertirse en meras terminales mecánicas de los partidos o sindicatos de jueces (dejémonos a este respecto de eufemismos) y resulten así infaliblemente predecibles en sus comportamientos y actuaciones. Eso es sin duda lo que intenta expresar ese alarmante 65% que considera que nuestra justicia está politizada.
Pero hay más: tres de cada cuatro españoles (el 73%, sin que esta proporción varíe entre los votantes populares o socialistas) tiene la impresión de que el Consejo General del Poder Judicial decide los nombramientos de cargos judiciales no en función de los méritos y de la cualificación profesional de los candidatos, sino por criterios de amiguismo y/o ideológicos. Esta generalizada idea no sólo es de gravedad extrema sino que resulta doblemente nociva para la buena salud de nuestra democracia: por un lado, porque supone una descalificación profunda y difícil de ignorar del órgano constitucionalmente encargado, precisamente, de velar por la buena (es decir, honesta, independiente y objetiva) gestión de las carreras profesionales de los jueces; de otro, porque proyecta una sombra de sospecha, tan indiscriminada como por ello mismo las más de las veces injusta, sobre todo nombramiento efectuado. No es así de extrañar que el 72% de la ciudadanía concluya que nuestra justicia necesita una reforma profunda.
Para complicar aún más el panorama, sobre el marco de base que proporciona este desazonante clima de opinión, viene ahora a insertarse lo que cabe etiquetar como caso Garzón. Vaya por delante que la figura de este mediático juez ha suscitado siempre reacciones encontradas entre la ciudadanía. Por ejemplo, hace ya un año el 41% de los españoles decía estar de acuerdo, en general, con las decisiones adoptadas a lo largo de su carrera por el juez Garzón; un 36%, en cambio, decía haber estado usualmente en desacuerdo con ellas. Pues bien, incluso desde esta controvertida valoración de su figura, una amplia mayoría absoluta (61%) consideraba hace unas semanas que los procesamientos abiertos contra Garzón no eran algo que debiera tomarse como algo natural, sino que "obedecían a una persecución personal contra un juez que con sus investigaciones se ha creado muchos enemigos". Esta idea de la "persecución personal" estaba ampliamente extendida entre los votantes socialistas (71%) pero era expresada también por el 55% de los votantes populares: es decir, era una sensación sustancialmente compartida en los dos principales electorados. En el concreto caso de la admisión a trámite por el Tribunal Supremo de la querella referida a una supuesta actuación prevaricadora en la investigación de crímenes cometidos por el bando franquista durante la Guerra Civil, el desacuerdo de la ciudadanía fue asimismo mayoritario, en proporción de dos a uno (58% frente a 30%). Ahora bien, con una clara bifurcación de las actitudes de los votantes socialistas y populares: entre los primeros, el 79% se mostró en desacuerdo con dicha admisión a trámite; el 58% de los segundos se declaró, en cambio, de acuerdo.
Por último, ahora que esa admisión a trámite ha desembocado en la decisión de sentar a Garzón en el banquillo, la mayoría de los españoles (51%) sigue mostrándose en desacuerdo, si bien sube ya hasta un 39% quienes aprueban la medida. Y se intensifica la polarización de actitudes de los votantes socialistas y populares, que pasan a ser justamente inversas: el 68% de los primeros está en desacuerdo con que se juzgue a Garzón por este asunto, mientras que el 68% de los segundos está de acuerdo.
A esta altura de los acontecimientos, y a la espera de cómo pueda verse afectada en adelante la opinión ciudadana por la espiral de crispación ambiental en torno a este tema, cabe extraer al menos dos conclusiones de esta secuencia de datos. La primera, que el caso Garzón parece estar sirviendo para movilizar y galvanizar a los votantes de los dos principales partidos y encresparlos entre sí en mucha mayor medida que cualquiera de los otros múltiples posibles temas de enfrentamiento que les ofrece nuestra actual situación, que ya es decir. La segunda, que el principal daño colateral que pueda originar todo este turbio, sorprendente y desagradable asunto sea un mayor deterioro (y no sólo dentro sino también fuera de nuestras fronteras) de la imagen de nuestra Justicia, ya de por sí suficientemente maltrecha.
José Juan Toharia es catedrático de Sociología y presidente de Metroscopia