El plural
ANTONIO AVENDAÑO
Domingo, 25 de abril de 2021
Rocío Monasterio destila la más peligrosa de las emociones políticas: el resentimiento. La candidata de Vox a la Presidencia de Madrid no está simplemente muy en desacuerdo con la izquierda, sino que más bien la odia con toda su alma. Lo que ella tiene en relación a Pablo Iglesias o Pedro Sánchez no son solo negocios, es algo personal, algo estremecedora y descarnadamente personal.
Le ocurre a Monasterio con ambos lo mismo que le ocurre con los menores extranjeros no acompañados: no es que no los quiera en España porque cuestan dinero, no los quiere por lo que son, si fueran gratis o incluso si su presencia reportara dinero al Estado tampoco los querría. El suyo es un rechazo de la misma estirpe visceral del que sentían los cristianos viejos por los cristianos nuevos o los nazis por los judíos: aun ocasionando su persecución graves perjuicios económicos, estaban decididos a perseguirlos.
Aunque no lo haya hecho solo sino en compañía de otros, Vox ha traído el odio a la política española. Se trata de un odio en principio teórico, ideológico, un odio abstracto que no todos sus dirigentes personifican con la misma fiereza. El portavoz parlamentario andaluz Alejandro Hernández no parece odiar con la misma intensidad sostenida que Rocío Monasterio, que sí forma parte de la vanguardia de esas fuerzas ciegas del odio que Vox ha desplegado por todo el territorio.
Hay algo, sin embargo, en lo que sí tiene razón la extrema derecha: la mayor parte de la izquierda no ha condenado con claridad, convicción y contundencia los intentos de reventar o entorpecer actos públicos perfectamente legales y legítimos de Vox. Desde Unidas Podemos no lo han hecho porque no creen que tales acciones de boicot sean condenables y desde el PSOE tampoco porque no se han atrevido a incomodar a sus votantes más intransigentes.
ANTONIO AVENDAÑO
Domingo, 25 de abril de 2021
Rocío Monasterio destila la más peligrosa de las emociones políticas: el resentimiento. La candidata de Vox a la Presidencia de Madrid no está simplemente muy en desacuerdo con la izquierda, sino que más bien la odia con toda su alma. Lo que ella tiene en relación a Pablo Iglesias o Pedro Sánchez no son solo negocios, es algo personal, algo estremecedora y descarnadamente personal.
Le ocurre a Monasterio con ambos lo mismo que le ocurre con los menores extranjeros no acompañados: no es que no los quiera en España porque cuestan dinero, no los quiere por lo que son, si fueran gratis o incluso si su presencia reportara dinero al Estado tampoco los querría. El suyo es un rechazo de la misma estirpe visceral del que sentían los cristianos viejos por los cristianos nuevos o los nazis por los judíos: aun ocasionando su persecución graves perjuicios económicos, estaban decididos a perseguirlos.
Aunque no lo haya hecho solo sino en compañía de otros, Vox ha traído el odio a la política española. Se trata de un odio en principio teórico, ideológico, un odio abstracto que no todos sus dirigentes personifican con la misma fiereza. El portavoz parlamentario andaluz Alejandro Hernández no parece odiar con la misma intensidad sostenida que Rocío Monasterio, que sí forma parte de la vanguardia de esas fuerzas ciegas del odio que Vox ha desplegado por todo el territorio.
Hay algo, sin embargo, en lo que sí tiene razón la extrema derecha: la mayor parte de la izquierda no ha condenado con claridad, convicción y contundencia los intentos de reventar o entorpecer actos públicos perfectamente legales y legítimos de Vox. Desde Unidas Podemos no lo han hecho porque no creen que tales acciones de boicot sean condenables y desde el PSOE tampoco porque no se han atrevido a incomodar a sus votantes más intransigentes.