Siempre que salgo de casa suelo fijarme mucho en el comportamiento y las actitudes de los niños, sobre todo en los parques; ahora en los
colegios se ha puesto de moda hacer un calendario de almuerzos y los niños llevan cada día lo que toca para la hora del recreo, antes no; con sólo ver los almuerzos de los niños ya sabía el funcionamiento y las costumbres alimenticias de esa casa y rara vez me equivocaba. Había madres que nunca le hicieron un bocadillo a sus hijos, cuando pasaban por la puerta de la tienda, de paso, le compraban una bollería de esa industrial y se quedaban tan panchas.
Los niños que me rodearon en los oasis no tenían pinta de pasar hambre, al menos tenían todos los dátiles del mundo que tienen mucha fructosa y minerales, pero lo que les gustaba era lo que nosotros llevábamos. Se fijaban especialmente en los
franceses y
españoles y hablaban perfectamente ambos idiomas.
Era domingo y el viernes anterior habían celebrado LA
FIESTA DEL CORDERO, por eso había tantas
familias en atiborrados coches por las carreteras.
Tengo un hijo que tiene una empresa de excursiones en RIVIERA MAYA y le he contado este episodio y me dice: Mamá, es imposible que te afectara tanto. Pues si, porque me acordé de mi nieto que aún era muy pequeño, lo imaginé tan desamparado, delgadito y maltratado por los bruscos cambios de temperaturas del desierto. Mi hijo me ha dicho que cuando se adentran en el interior para visitar aldeas mayas llevan chucherías para los niños, sobre todo bolígrafos y rotuladores.
Desde lo alto de los oasis de CHEBIKA se veía el palmeral de TAMERZA y de entre las palmeras surgían las numerosas antenas parabólicas; rara era la casa que no tenía una. Sobre las doce de la mañana desandamos el incómodo camino y a través de las dunas volvimos a tomar la carretera que cruza
Túnez en diagonal rumbo a Kairouan.