DESDE MI ATALAYA
EL ROSARIO DE LA AURORA
Recuerdo y en mi adolescencia, en la época de Mayo-Junio, de un rosario que se iniciaba al amanecer y era una forma de trasladar a la calle esa oración, continuada y distribuida por los misterios que iban recorriendo las cuentas del rosario hasta alcanzar la oración final de la letanía, que entonces la relatábamos en latín, con lo cual se terminaba el acto religioso. Al mismo tiempo se iban cantando canciones para que el vecindario, al oírlas, se decidiera a abandonar la cama e incorporarse al cortejo.
A aquellos amaneceres religiosos solíamos acudir los adolescentes y los jóvenes, de ambos sexos, interesados más en ver al mozo y a la moza a la cual le habíamos echado el ojo o con la que ya teníamos alguna relación de tipo afectivo y emocional.
También eran asiduas al evento una serie de señoras, ya mayores, a las que se les adjudicaba el calificativo de beatas que eran asiduas a todas las celebraciones de la iglesia y que eran las encargadas de organizar, cuidar y limpiar la iglesia, las imágenes y todos los actos que en la parroquia se celebraban.
Era tanta su vinculación con el templo que yo recuerdo que muchas de estas feligresas o beatas tenían una silla propia, pagada por ellas dentro de la iglesia, llamada reclinatorio, que llevaba impreso su nombre y apellidos y que era la que solo ellas podían utilizar cuando había alguna celebración y siempre que acudían para rezar o hacer la visita al templo.
Esto último hoy se ve como una ofensa a la igualdad de las personas y al derecho de participación y de la libertad de los fieles cristianos pero entonces era un injusto privilegio que solo gozaban los que tenían un poder adquisitivo alto y los que se mostraban satisfechos de proclamar a los cuatro vientos su incondicional adhesión al clero y a la iglesia Católica. Pero en definitiva aquello era una lamentable y triste consecuencia de aquella cruel e inaceptable guerra civil que era tan reciente
que seguía latente en todos los acontecimientos de la vida española. Era aquella época en la que las mujeres para entrar a la iglesia se tenían que poner unos manguitos en los brazos para ocultar su inexistente desnudez.
Gracias a Dios aquello pasó a la historia y hoy en nuestras iglesias no existen esas excesivas normas de recato ni, por supuesto, ninguna discriminación.
Lo que si que me impactaba a mí era el final de aquellos rosarios porque siempre llegaban al la iglesia casi solos el cura y los monaguillos. Sucedía que a medida que avanzaba el acto las mujeres necesitaban estar en su casa para preparar el desayunos a sus hijos y las tareas del hogar y aprovechaban cuando pasaban por su puerta y se ausentaban de la procesión. De hay que surgiera ese dicho de todos conocido que anuncia:” Esto va a acabar como el rosario de la aurora”.
Quien no tuviera ahora aquellos años para poder asistir a aquel rosario pero sin reclinatorios y manguito y sin ningún tipo de discriminación..
EL ROSARIO DE LA AURORA
Recuerdo y en mi adolescencia, en la época de Mayo-Junio, de un rosario que se iniciaba al amanecer y era una forma de trasladar a la calle esa oración, continuada y distribuida por los misterios que iban recorriendo las cuentas del rosario hasta alcanzar la oración final de la letanía, que entonces la relatábamos en latín, con lo cual se terminaba el acto religioso. Al mismo tiempo se iban cantando canciones para que el vecindario, al oírlas, se decidiera a abandonar la cama e incorporarse al cortejo.
A aquellos amaneceres religiosos solíamos acudir los adolescentes y los jóvenes, de ambos sexos, interesados más en ver al mozo y a la moza a la cual le habíamos echado el ojo o con la que ya teníamos alguna relación de tipo afectivo y emocional.
También eran asiduas al evento una serie de señoras, ya mayores, a las que se les adjudicaba el calificativo de beatas que eran asiduas a todas las celebraciones de la iglesia y que eran las encargadas de organizar, cuidar y limpiar la iglesia, las imágenes y todos los actos que en la parroquia se celebraban.
Era tanta su vinculación con el templo que yo recuerdo que muchas de estas feligresas o beatas tenían una silla propia, pagada por ellas dentro de la iglesia, llamada reclinatorio, que llevaba impreso su nombre y apellidos y que era la que solo ellas podían utilizar cuando había alguna celebración y siempre que acudían para rezar o hacer la visita al templo.
Esto último hoy se ve como una ofensa a la igualdad de las personas y al derecho de participación y de la libertad de los fieles cristianos pero entonces era un injusto privilegio que solo gozaban los que tenían un poder adquisitivo alto y los que se mostraban satisfechos de proclamar a los cuatro vientos su incondicional adhesión al clero y a la iglesia Católica. Pero en definitiva aquello era una lamentable y triste consecuencia de aquella cruel e inaceptable guerra civil que era tan reciente
que seguía latente en todos los acontecimientos de la vida española. Era aquella época en la que las mujeres para entrar a la iglesia se tenían que poner unos manguitos en los brazos para ocultar su inexistente desnudez.
Gracias a Dios aquello pasó a la historia y hoy en nuestras iglesias no existen esas excesivas normas de recato ni, por supuesto, ninguna discriminación.
Lo que si que me impactaba a mí era el final de aquellos rosarios porque siempre llegaban al la iglesia casi solos el cura y los monaguillos. Sucedía que a medida que avanzaba el acto las mujeres necesitaban estar en su casa para preparar el desayunos a sus hijos y las tareas del hogar y aprovechaban cuando pasaban por su puerta y se ausentaban de la procesión. De hay que surgiera ese dicho de todos conocido que anuncia:” Esto va a acabar como el rosario de la aurora”.
Quien no tuviera ahora aquellos años para poder asistir a aquel rosario pero sin reclinatorios y manguito y sin ningún tipo de discriminación..