EL CORTIJO
Siempre se identifica esta palabra en nuestra Andalucía con una edificación de un potentado terrateniente, en la que hay una gran casa para los dueños, otras casitas para los empleados, caballerizas y corrales para los animales, sitios donde guardar los aperos y maquinarias de labranza y cocheras para los tractores y vehículos para el trabajo diario.
Pero no es cierto que todos los cortijos sean así, porque los pobres, los que tienen una parcela pequeña de tierra, una siembra que cuidar y recoger, unos árboles olivos o frutales que también dan su cosecha necesitan al menos unas pequeñas instalaciones donde poder guardar sus aperos de labranza, sus cosechas, y también poder vivir en él y pernoctar los periodos de mayor trabajo o recogida de los frutos de la finca. Esto hace 60 años era mucho más necesario que ahora porque entonces los hombres del campo no disponían de coche para desplazarse y tenían que guarecerse en estas precarias viviendas muchas veces. Hay que decir que carecían de luz y de agua corriente y que su construcción era muy rudimentaria.
Y de estas chabolas, no cortíjos, os vengo a hablar hoy porque yo no conocí más cortijo que uno que tenía mi abuelo Pablo en el Cerro del Viento del que yo he tenido siempre un recuerdo entrañable porque fue mi primer viaje de salida de casa de mis padres cuando yo tenía 6 años.
Era en Agosto mi abuelo iba a recoger el trigo y tenía que permanecer allí, sin bajar al pueblo, unos ocho o diez días. Como vivíamos juntos me invitó a conocer el campo, sus tareas, sus paisajes y pasar unas pequeñas vacaciones, las primeras, fuera de casa.
A mí me encantó la invitación, mis padres concedieron el permiso y allá que me fui yo con el abuelo, montados en un mulo hasta aquel cortijillo de la familia.
La verdad es que al llegar a mi me pareció un tanto pobre, no tenía dormitorio, ni cocina, ni servicio, ni luz, ni agua, era solo una habitación en la planta baja y una muy pequeña cámara encima, ese era el hotel de mis vacaciones. Entonces el abuelo me llevó a ver la parcela que era más grande, había haces de trigo ya segado esperando para ser recogido en la era, y por la parte, me llevó debajo de la casita donde había una pequeña alberca con un caño que vertía un hilo de agua constantemente, y una era muy grande donde se iba a realizar todo el trabajo de trilla, aventar y recoger el trigo.
Aquello ya me gustó más porque pensé tengo agua para bañarme, y para beber, como luz un candil y como cama la era. Había también una pequeña huerta, regada con aquella diminuta alberca y allí había tomates, pimientos, pepinos y algunos árboles frutales para el postre. Había con nosotros dos empleados del abuelo uno Miguel Lara, que era sobrino suyo y otro Celedón, un hombre muy rudo pero muy buena persona y muy trabajador, algún día quiero recordar hablé de él, que fumaba tanto que más que fumar masticaba el tabaco que no se le caía nunca de la boca, llevando el cigarro siempre pegado a los labios.
Al medio día comimos todos en el cortijo lo que mi madre había guisado y habíamos traído del pueblo y luego el abuelo tendió una manta en el suelo y allí dormí mi primera siesta.
Al levantarme escuché el ruido de los mulos y la trilla en la era, las voces que Celedón daba a los animales y allá que salí corriendo para intentar participar en el recorrido circular de los animales como si de una carro o una trineo se tratase. Efectivamente el abuelo se montó en la trilla, me agarró entre sus brazos y allá que fuimos los dos disfrutando de aquel recorrido tan campero pero tan interesante para mi por la novedad y por el cariño de mi abuelo.
Luego me dí un baño en aquella sucia pero fresca agua, cogí junto con el abuelo, algunos productos de la huerta y algunas frutas de los árboles y al anochecer nos metimos en el cortijo para cenar. Como yo estaba muy cansado por el ajetreo del día el abuelo me dijo veras que bien vas a dormir hoy conmigo en la era. Y efectivamente en las granzas de la parva hizo mi abuelo una especie de colchón, preparó con mantas una gran cama y allí mirando al cielo y a las estrellas, arropados porque hacía frío, con la presencia de mi abuelo que me daba confianza pasé yo la primera noche en el cortijo y al amanecer el abuelo me despertó y me llevó dentro para que pudiera seguir durmiendo.
Todos los días que estuve allí fueron para mí el mejor verano de mi vida porque fue también mi primer vuelo del nido y porque estuvieron acompañados de novedad, de vivencias, experiencias, y porque el abuelo las hizo especiales y maravillosas con su mimo y con su amor. La felicidad nos está en el dinero o en los grandes hoteles, la felicidad emana y se propaga con el corazón. Gracias abuelo.
Siempre se identifica esta palabra en nuestra Andalucía con una edificación de un potentado terrateniente, en la que hay una gran casa para los dueños, otras casitas para los empleados, caballerizas y corrales para los animales, sitios donde guardar los aperos y maquinarias de labranza y cocheras para los tractores y vehículos para el trabajo diario.
Pero no es cierto que todos los cortijos sean así, porque los pobres, los que tienen una parcela pequeña de tierra, una siembra que cuidar y recoger, unos árboles olivos o frutales que también dan su cosecha necesitan al menos unas pequeñas instalaciones donde poder guardar sus aperos de labranza, sus cosechas, y también poder vivir en él y pernoctar los periodos de mayor trabajo o recogida de los frutos de la finca. Esto hace 60 años era mucho más necesario que ahora porque entonces los hombres del campo no disponían de coche para desplazarse y tenían que guarecerse en estas precarias viviendas muchas veces. Hay que decir que carecían de luz y de agua corriente y que su construcción era muy rudimentaria.
Y de estas chabolas, no cortíjos, os vengo a hablar hoy porque yo no conocí más cortijo que uno que tenía mi abuelo Pablo en el Cerro del Viento del que yo he tenido siempre un recuerdo entrañable porque fue mi primer viaje de salida de casa de mis padres cuando yo tenía 6 años.
Era en Agosto mi abuelo iba a recoger el trigo y tenía que permanecer allí, sin bajar al pueblo, unos ocho o diez días. Como vivíamos juntos me invitó a conocer el campo, sus tareas, sus paisajes y pasar unas pequeñas vacaciones, las primeras, fuera de casa.
A mí me encantó la invitación, mis padres concedieron el permiso y allá que me fui yo con el abuelo, montados en un mulo hasta aquel cortijillo de la familia.
La verdad es que al llegar a mi me pareció un tanto pobre, no tenía dormitorio, ni cocina, ni servicio, ni luz, ni agua, era solo una habitación en la planta baja y una muy pequeña cámara encima, ese era el hotel de mis vacaciones. Entonces el abuelo me llevó a ver la parcela que era más grande, había haces de trigo ya segado esperando para ser recogido en la era, y por la parte, me llevó debajo de la casita donde había una pequeña alberca con un caño que vertía un hilo de agua constantemente, y una era muy grande donde se iba a realizar todo el trabajo de trilla, aventar y recoger el trigo.
Aquello ya me gustó más porque pensé tengo agua para bañarme, y para beber, como luz un candil y como cama la era. Había también una pequeña huerta, regada con aquella diminuta alberca y allí había tomates, pimientos, pepinos y algunos árboles frutales para el postre. Había con nosotros dos empleados del abuelo uno Miguel Lara, que era sobrino suyo y otro Celedón, un hombre muy rudo pero muy buena persona y muy trabajador, algún día quiero recordar hablé de él, que fumaba tanto que más que fumar masticaba el tabaco que no se le caía nunca de la boca, llevando el cigarro siempre pegado a los labios.
Al medio día comimos todos en el cortijo lo que mi madre había guisado y habíamos traído del pueblo y luego el abuelo tendió una manta en el suelo y allí dormí mi primera siesta.
Al levantarme escuché el ruido de los mulos y la trilla en la era, las voces que Celedón daba a los animales y allá que salí corriendo para intentar participar en el recorrido circular de los animales como si de una carro o una trineo se tratase. Efectivamente el abuelo se montó en la trilla, me agarró entre sus brazos y allá que fuimos los dos disfrutando de aquel recorrido tan campero pero tan interesante para mi por la novedad y por el cariño de mi abuelo.
Luego me dí un baño en aquella sucia pero fresca agua, cogí junto con el abuelo, algunos productos de la huerta y algunas frutas de los árboles y al anochecer nos metimos en el cortijo para cenar. Como yo estaba muy cansado por el ajetreo del día el abuelo me dijo veras que bien vas a dormir hoy conmigo en la era. Y efectivamente en las granzas de la parva hizo mi abuelo una especie de colchón, preparó con mantas una gran cama y allí mirando al cielo y a las estrellas, arropados porque hacía frío, con la presencia de mi abuelo que me daba confianza pasé yo la primera noche en el cortijo y al amanecer el abuelo me despertó y me llevó dentro para que pudiera seguir durmiendo.
Todos los días que estuve allí fueron para mí el mejor verano de mi vida porque fue también mi primer vuelo del nido y porque estuvieron acompañados de novedad, de vivencias, experiencias, y porque el abuelo las hizo especiales y maravillosas con su mimo y con su amor. La felicidad nos está en el dinero o en los grandes hoteles, la felicidad emana y se propaga con el corazón. Gracias abuelo.