MI VIAJE LITERARIO POR ESPAÑA
El primer viaje a España fue el resultado del premio a un ensayo sobre la obra de un poeta español, uno de los llamados “niños de la guerra”.
Pero, por encima de todo, fue el premio a mi devoción por España, la tierra de mis abuelos, la que mi madre siempre añoró conocer (sin duda por todo lo que había oído contar, por todo lo que había leído…) Nunca olvidó que, cuando la abuela Carmen se moría y estaba muy calladita en su cama, quiso distraerla: entonces, le dijo que no pensara en cosas tristes. La abuela le contestó que estaba muy equivocada: que en ese momento estaba pensando en las correrías de su niñez por los caminitos de su Barrio de las Ollas en León.
Y también, sobre todas las demás cosas, fue un premio a mi pasión por la literatura española, por su gente, su música, sus costumbres, sus paisajes. Era la concreción de uno de mis más entrañables sueños.
Planeé amorosamente mi trayecto. Supe de antemano distancias en kilómetros. Puse fechas precisas para movilizarme, aunque nada sabía de la existencia de RENFE, de autobuses y del Puente Aéreo; como me conozco mucho -pero mucho- sabía que no iba a tener ningún problema en alterar esas fechas o el lugar si no me gustaban. Por eso, fui al azar, sin más hotel previsto que el de los dos primeros días en Madrid: de ahí en más, absolutamente Cristina“cronopio”.
Y sabía, sí, que habría un tiempo en Barcelona. Allí vivía el poeta Carlos Sahagún, cuya obra había investigado: el resultado de esa investigación recibió el primer premio, una beca. En realidad, la beca hubiera abarcado los nueve meses del curso lectivo en España más tres si yo ahorraba para poder quedarme. Pero no podía abandonar ni mi vida familiar ni mi trabajo en Argentina y entonces realicé un cambio con quien había sacado el segundo premio: yo tomaba los dos meses que le correspondían más el dinero y la otra persona, el año que hubiese podido estar yo. Ambas estuvimos felices con el cambio.
Llegué a Madrid, pasé unos días allí inolvidables pues además de reencontrarme con el Padre Quintano que tantos años había estado en Luján y que me llevó al Museo del Prado y al Escorial, pude ir a algunas charlas de las cuales no tenía conocimiento que fueran a darse y él supo que iban a interesarme. Dejé la capital para mi regreso pues tenía un día fijado para mi llegada a Barcelona. Allí pasé una semana en la casa de Carlos Sahagún: había sido invitada por él y su señora, cuando se enteraron del premio a mi trabajo y del recorrido que yo había hecho, sin conocerlo, por su “biografía”, que es casi lo mismo que decir por su “vida”.
Compartir con el poeta su entorno familiar fue una experiencia única.
Llegar a las aldeas de donde vinieron mis abuelos me insumió mucho tiempo del que no solo se cuenta en días sino en amor. Y este sentimiento no podía ser convertido en un “Tour”. Mi voluntad y mi libertad iban a ser las que determinaran mis movimientos; quería poder irme del lugar que me disgustara y quedarme allí donde fuera feliz.
Sabía que me atraían más las aldeas que los pueblos grandes. A las ciudades inmensas, a las capitales, las visualizaba -después lo comprobé- parecidas a Buenos Aires y, desde luego, no iba yo a viajar a España para buscarle el alma entre moles de cemento. Quería yo aquella España
“tierra triste y noble,
la de los altos llanos y yermos y roquedas,
de campos sin arados, regatos ni arboledas;
decrépitas ciudades, caminos sin mesones...
La agria melancolía
que puebla tus sombrías soledades...”
Quería, en fin, la tierra de Machado, de Bécquer, del Quijote, de García Lorca, de Unamuno y del Cid Campeador - ¡tantos más!- adentrarme en su entraña y ser parte de ella para siempre. La tierra del flamenco, del cantejondo, del chottis y de la zarzuela... La tierra de los toros (esta última fue la que no llegué a ver, ni aceptar, ni comprender..., ni siquiera por el “Llanto...” de Federico).
¡Y sabe Dios que lo logré! Escribí un diario de viaje y la ruta que él refleja me la marcaron trenes y autobuses; en mi corazón, otro era el camino: el que años después se convirtió en un poema:
" Y hubo un tiempo para llegar a España...”
Este tuvo el sello de mi ruta interior:
Vivar, la del Cid, Burgos, El Toboso, Ocaña, Toledo, Moguer, Santiago, Soria, Orihuela, Salamanca, Sevilla, Granada, Fuentevaqueros, nombres todos de cálidas resonancias en la literatura española. Y también Ciudad Real y Zamora y Galicia y... Con todas las voces de ecos hondos y huellas ensangrentadas: Miguel Hernández y Cervantes y Unamuno y García Lorca y Antonio Machado y Rosalía y Bécquer y León Felipe y Juan Ramón Jiménez y Lope y Calderón y Manrique y Quevedo y...
Mi diario, el que hice a mano y en ratitos robados a los paisajes por donde andaba, guarda las músicas y los olores de la España soñada; las gotas de lluvia que caían mientras estaba escribiendo; el frío de la nieve que sentí por vez primera bajo mis pies; las voces inolvidables de los seres que conformaban mi familia desconocida: los que aún están y son primos o sobrinos lejanísimos de mis abuelos.
También guarda los colores de la tierra que metí en frasquitos, recogida con amor de todos los lugares que visité para mezclarla aquí con tierra argentina.
Guarda los matices y los modismos del idioma español que me llegaron a través de voces castellanas, asturianas, gallegas, catalanas, aragonesas, andaluzas. Mi realidad cotidiana de caminante de España se apoyó en nombres de lugares simples, reconocibles; en hostales, en empleados, en gente común que tuvo para conmigo gentilezas inesperadas: conservar sus nombres en mi diario es una manera de volver a estar allí, con ellos, con todo.
Mi corazón guardará, para siempre, la emoción de haber conocido esa tierra. Y no solo una vez. Hubo otra, en 1980, que tuvo otro sentido pero también la fuerza espiritual, el sello de España.
Si la vida me diera la posibilidad, si la suerte me permitiera volver, no dudaría un minuto: otra vez a España, a descubrir los rincones que antes no me vieron pasar, a volver a los viejos lugares donde fui feliz, a repetir caminos (los de mi diario, los de mis recuerdos) y a reencontrar mis propias huellas.
Con toda seguridad, allí estarán, esperándome.
El primer viaje a España fue el resultado del premio a un ensayo sobre la obra de un poeta español, uno de los llamados “niños de la guerra”.
Pero, por encima de todo, fue el premio a mi devoción por España, la tierra de mis abuelos, la que mi madre siempre añoró conocer (sin duda por todo lo que había oído contar, por todo lo que había leído…) Nunca olvidó que, cuando la abuela Carmen se moría y estaba muy calladita en su cama, quiso distraerla: entonces, le dijo que no pensara en cosas tristes. La abuela le contestó que estaba muy equivocada: que en ese momento estaba pensando en las correrías de su niñez por los caminitos de su Barrio de las Ollas en León.
Y también, sobre todas las demás cosas, fue un premio a mi pasión por la literatura española, por su gente, su música, sus costumbres, sus paisajes. Era la concreción de uno de mis más entrañables sueños.
Planeé amorosamente mi trayecto. Supe de antemano distancias en kilómetros. Puse fechas precisas para movilizarme, aunque nada sabía de la existencia de RENFE, de autobuses y del Puente Aéreo; como me conozco mucho -pero mucho- sabía que no iba a tener ningún problema en alterar esas fechas o el lugar si no me gustaban. Por eso, fui al azar, sin más hotel previsto que el de los dos primeros días en Madrid: de ahí en más, absolutamente Cristina“cronopio”.
Y sabía, sí, que habría un tiempo en Barcelona. Allí vivía el poeta Carlos Sahagún, cuya obra había investigado: el resultado de esa investigación recibió el primer premio, una beca. En realidad, la beca hubiera abarcado los nueve meses del curso lectivo en España más tres si yo ahorraba para poder quedarme. Pero no podía abandonar ni mi vida familiar ni mi trabajo en Argentina y entonces realicé un cambio con quien había sacado el segundo premio: yo tomaba los dos meses que le correspondían más el dinero y la otra persona, el año que hubiese podido estar yo. Ambas estuvimos felices con el cambio.
Llegué a Madrid, pasé unos días allí inolvidables pues además de reencontrarme con el Padre Quintano que tantos años había estado en Luján y que me llevó al Museo del Prado y al Escorial, pude ir a algunas charlas de las cuales no tenía conocimiento que fueran a darse y él supo que iban a interesarme. Dejé la capital para mi regreso pues tenía un día fijado para mi llegada a Barcelona. Allí pasé una semana en la casa de Carlos Sahagún: había sido invitada por él y su señora, cuando se enteraron del premio a mi trabajo y del recorrido que yo había hecho, sin conocerlo, por su “biografía”, que es casi lo mismo que decir por su “vida”.
Compartir con el poeta su entorno familiar fue una experiencia única.
Llegar a las aldeas de donde vinieron mis abuelos me insumió mucho tiempo del que no solo se cuenta en días sino en amor. Y este sentimiento no podía ser convertido en un “Tour”. Mi voluntad y mi libertad iban a ser las que determinaran mis movimientos; quería poder irme del lugar que me disgustara y quedarme allí donde fuera feliz.
Sabía que me atraían más las aldeas que los pueblos grandes. A las ciudades inmensas, a las capitales, las visualizaba -después lo comprobé- parecidas a Buenos Aires y, desde luego, no iba yo a viajar a España para buscarle el alma entre moles de cemento. Quería yo aquella España
“tierra triste y noble,
la de los altos llanos y yermos y roquedas,
de campos sin arados, regatos ni arboledas;
decrépitas ciudades, caminos sin mesones...
La agria melancolía
que puebla tus sombrías soledades...”
Quería, en fin, la tierra de Machado, de Bécquer, del Quijote, de García Lorca, de Unamuno y del Cid Campeador - ¡tantos más!- adentrarme en su entraña y ser parte de ella para siempre. La tierra del flamenco, del cantejondo, del chottis y de la zarzuela... La tierra de los toros (esta última fue la que no llegué a ver, ni aceptar, ni comprender..., ni siquiera por el “Llanto...” de Federico).
¡Y sabe Dios que lo logré! Escribí un diario de viaje y la ruta que él refleja me la marcaron trenes y autobuses; en mi corazón, otro era el camino: el que años después se convirtió en un poema:
" Y hubo un tiempo para llegar a España...”
Este tuvo el sello de mi ruta interior:
Vivar, la del Cid, Burgos, El Toboso, Ocaña, Toledo, Moguer, Santiago, Soria, Orihuela, Salamanca, Sevilla, Granada, Fuentevaqueros, nombres todos de cálidas resonancias en la literatura española. Y también Ciudad Real y Zamora y Galicia y... Con todas las voces de ecos hondos y huellas ensangrentadas: Miguel Hernández y Cervantes y Unamuno y García Lorca y Antonio Machado y Rosalía y Bécquer y León Felipe y Juan Ramón Jiménez y Lope y Calderón y Manrique y Quevedo y...
Mi diario, el que hice a mano y en ratitos robados a los paisajes por donde andaba, guarda las músicas y los olores de la España soñada; las gotas de lluvia que caían mientras estaba escribiendo; el frío de la nieve que sentí por vez primera bajo mis pies; las voces inolvidables de los seres que conformaban mi familia desconocida: los que aún están y son primos o sobrinos lejanísimos de mis abuelos.
También guarda los colores de la tierra que metí en frasquitos, recogida con amor de todos los lugares que visité para mezclarla aquí con tierra argentina.
Guarda los matices y los modismos del idioma español que me llegaron a través de voces castellanas, asturianas, gallegas, catalanas, aragonesas, andaluzas. Mi realidad cotidiana de caminante de España se apoyó en nombres de lugares simples, reconocibles; en hostales, en empleados, en gente común que tuvo para conmigo gentilezas inesperadas: conservar sus nombres en mi diario es una manera de volver a estar allí, con ellos, con todo.
Mi corazón guardará, para siempre, la emoción de haber conocido esa tierra. Y no solo una vez. Hubo otra, en 1980, que tuvo otro sentido pero también la fuerza espiritual, el sello de España.
Si la vida me diera la posibilidad, si la suerte me permitiera volver, no dudaría un minuto: otra vez a España, a descubrir los rincones que antes no me vieron pasar, a volver a los viejos lugares donde fui feliz, a repetir caminos (los de mi diario, los de mis recuerdos) y a reencontrar mis propias huellas.
Con toda seguridad, allí estarán, esperándome.